lunes, 28 de abril de 2014

esperma

Se esparce con ternura todo el líquido sobre su rostro. Va construyendo lentamente su propia mascarilla.  Las gotas espesas que caían hace unos segundos sobre su ombligo, rellenándolo sin dejar vacío alguno, viajan a través de sus dedos hacia sus mejillas, su nariz, y pasando por el entrecejo, se detienen sobre su frente. Una vez allí, distribuye circularmente toda la sustancia viscosa que le va quedando. Se masajea lentamente todo el rostro. Sus dedos se desplazan con ternura, presionando más fuerte cuando transitan por las sienes, haciendo así del esparcimiento no sólo una danza humectante, sino simultáneamente una relajación, un pequeño dolor placentero. De esta manera Ruiz abre la cascada de sus pensamientos, atrapando entre sus manos la escurridiza idea ecológica del semen. Sí, de ese semen que salpicaba sobre su propio estómago una vez acabada la masturbación. O también, en experiencias pasadas, sobre el cuerpo de sus amores casuales. Sin embargo, su semen ante los ojos de las mujeres sufría una indiferencia, un olvido inmediato. No sé si por un tabú moral burgués o vaya qué tipo de razón no podía transcurrir mucho tiempo en exposición y a la vista de dos almas posorgasmos sumergidas en la vergüenza de querer borrar toda huella salvaje, buscando rápidamente con que limpiarse, y así borrar con algún pañuelo la ruidosa viscosidad. Pero esta vez nada de eso. Nada de aquello. Ahora, en esta privacidad libre de pudor, Ruiz observa su esperma y se la esparce. Ya sin vergüenza ni náuseas vuelven los espermatozoides a su cuerpo, a su cara, a su frente. Esta vez no deparan ni en el olvido de los basureros ni en la violencia succionadora del inodoro, sino que es reutilizado simplemente como sustancia natural de sanación dermatológica. Experimentar con su propio cuerpo para fines saludables y estéticos hacen de aquella mañana una buena forma de comenzar el día poniendo en práctica su creatividad, su diaria ansiedad de impactar al mundo.