Se esparce con ternura todo el líquido sobre su
rostro. Va construyendo lentamente su propia mascarilla. Las gotas espesas que caían hace unos segundos
sobre su ombligo, rellenándolo sin dejar vacío alguno, viajan a través de sus
dedos hacia sus mejillas, su nariz, y pasando por el entrecejo, se detienen
sobre su frente. Una vez allí, distribuye circularmente toda la sustancia viscosa que le va quedando. Se masajea lentamente todo el
rostro. Sus dedos se desplazan con ternura, presionando más fuerte cuando
transitan por las sienes, haciendo así del esparcimiento no sólo una danza
humectante, sino simultáneamente una relajación, un pequeño dolor placentero.
De esta manera Ruiz abre la cascada de sus pensamientos, atrapando entre sus
manos la escurridiza idea ecológica del semen. Sí, de ese semen que salpicaba sobre
su propio estómago una vez acabada la masturbación. O también, en experiencias pasadas, sobre el cuerpo de sus
amores casuales. Sin embargo, su semen ante los ojos de las mujeres sufría una indiferencia, un olvido inmediato. No sé si por un tabú moral burgués o vaya qué tipo de razón no
podía transcurrir mucho tiempo en exposición y a la vista de dos almas
posorgasmos sumergidas en la vergüenza de querer borrar toda huella salvaje, buscando rápidamente con que limpiarse, y así borrar con algún pañuelo la
ruidosa viscosidad. Pero esta vez nada de eso. Nada de aquello. Ahora, en
esta privacidad libre de pudor, Ruiz observa su esperma y se la esparce. Ya sin
vergüenza ni náuseas vuelven los espermatozoides a su cuerpo, a su cara, a su
frente. Esta vez no deparan ni en el olvido de los basureros ni en la violencia
succionadora del inodoro, sino que es reutilizado simplemente como sustancia
natural de sanación dermatológica. Experimentar con su propio cuerpo para fines
saludables y estéticos hacen de aquella mañana una buena forma de comenzar el
día poniendo en práctica su creatividad, su diaria ansiedad de impactar al
mundo.