Mi cuerpo se retuerce de frío. Refugiado dentro
de un saco de dormir lucho para llegar al sueño, que más allá de ser el único medio
que me permite evadir el cruel frío de invierno, me transporta, a través del
recuerdo, hacia los pasos de un viajero ansioso de rutas, rostros y calles
afónicas. No sólo el frío suele acantilar el horizonte de mi sueño, más bien es
el simple hecho de hallarme en una cama que no es la mía y viviendo en una casa
que me es completamente ajena. Escuchar cada mañana la lucha que mantiene la
dueña de esta pensión con su cuerpo enfermo, tosiendo y arqueando en un baño completamente
descuidado, hace de mis primeros minutos del día una página en blanco; quizás
igual o peor como lo suelen hacer las sirenas al violentar el sueño de los
conscriptos cerca de las cuatro de la mañana y empujarlos a su formación de
asesinos profesionales. Es el frío. El torturador frío del Santiago de
invierno, ese frío que tanto teme la invasión brasileña en los momentos previos
de aterrizar sobre esta ciudad. Pero yo tengo, además de un par de sábanas y
frazadas, un saco de dormir. Un saco amigo, un aliado, compañero reminiscente de
viajes engañosos, donde, caminando medianamente encorvado por una mochila atiborrada
de soledad, se puede sentir el calor de la gente desconocida.
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