A un vagón.
El indigente entra y hace uso de uno de los
asientos del penúltimo vagón del tren. Los pasajeros sentados a su alrededor
más quienes iban parados en el pasillo comienzan a inquietarse. La sensibilidad
de sus olfatos obliga a observar asqueadamente al atorrante; se miran entre
ellos para acordar la sincronización de llevar sus manos sobre las narices y
así acumular la fuerza de la complicidad para ir parándose uno a uno y caminar
hacia el centro del vagón, dejando completamente solo al miserable. Este ni
siquiera se inmuta. Puede que la familiaridad de la situación no sea ninguna
novedad y menos unas aflicción. En el vagón de los refugiados de la
putrefacción se halla uno de los intelectuales más agudos de Chile. Tomás
Moulian (¿cuántas veces ya me lo he topado?) sentado con su sobrina ni siquiera
se percata de toda la desdicha del infame. Mientras su sobrina lenguetuéa un
helado y Tomás sostiene firmemente en su mano una bolsa de Mcdonald’s, llegan
dos turistas francesas que hablan del frío de la noche anterior y la naturaleza
kitch de las fiestas patrias chilenas.
Los libros, el viaje y la marginalidad. La
teoría, la experiencia y el poder. El discurso, el cuerpo y la mirada. Todo
ello converge en un solo vagón.
Lo privado y lo público. Todo excesivo.
ResponderEliminarMe fascinó cómo a partir de una escena lográs cronicar acerca de tanto. Gracias.
Gracias por la ley del don, Daniela.
EliminarUn gusto y muchas gracias por la visita.
Te paso las llaves y no golpees la puerta.