La doble mierda.
Hay que decirlo directamente: tenía ganas de
botar mierda. Recorro las calles de Bellavista y Constitución preguntando en
cada uno de sus bares por la disponibilidad de sus baños a recibir mi mierda
(claramente que no se los plantee de esa manera). Las primeras respuestas constituyen la razón
fundamental para comenzar a blasfemar que las personas de este país son una
mierda. Aunque con un ánimo de justicia, es pertinente acotar que no todas las
almas de este país son una mierda, sino
que lo son los dueños o trabajadores de bares y restaurantes que aun teniendo
el poder de facilitar sus inodoros para que tranquilamente un inquieto esclavo
de la necesidad inmediata pueda descargar su mierda, se nieguen, o peor aún, te
cobren, manteniéndote en la angustiosa desesperación de no poder descargar ¡tu mierda!
El cobro del baño es “algo que sólo lo pueden hacer los chilenos”, reclamaba
una amiga argentina cuando tuvo que sufrir la misma situación, y creo que su
ojo antropológico no deja de ser certero. ¿Se hace más indigna el alma humana
cuando convierte la satisfacción de una necesidad básica en mercancía? Está
claro que la putrefacción de las almas que cobran por el uso del baño pudiendo
no hacerlo tienen un doble olor a mierda.
Acaba de caer en mi mente un rayo de recuerdo.
Aquella noche en que conocí y besé al primer amor de mi vida sufrí también por
la necesidad de botar mierda. Entre bailando y creando los primeros verbos de
nuestros cuerpos, es que le dije sin ninguna intención de abandonarla que
necesitaba por un momento el placer de la mierda, reemplazando así, sólo por
quince minutos, el objeto de mi deseo sexual. Al parecer así fue como la
enamoré.
Mierda, mercancía y amor se pueden conjugar en
una sola situación y sus respectivos recuerdos asociados. Y si somos atrevidos,
son los tres problemas fundamentales que urgen a toda alma humana.
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