Ya estoy cansado. Me recojo. A veces me
contraigo como un chancho de tierra cuando este, de espalda en el suelo, recibe
un golpecito con la punta del dedo en su barriga. Así creo haber estado estos
dos últimos días en mi cama. Yo y mi rostro. Mi rostro y mi almohada. Acomodo a
esta última para que mantenga ese bulto suave y acolchonado para el depósito
tierno de mis mejillas y el silencio gradual de la desesperación de mi
conciencia. Necesito descansar mi cabeza. La bofeteada que me propinó el desenfreno
del último sábado vino a evidenciar, una vez más, mi inestabilidad. Aún
desconozco la explicación de mi breve huida del mundo. Tal vez el misterio de
una huella o la simple voluntad de un dios. O una diosa. No lo sé. Quizás es oportuno economizar los
supuestos y dejarlo como la simple síntesis de la casualidad de los
acontecimientos. Danza de una realidad devenida en advertencia. ¿Qué me
quisieron decir? ¿Advertirme sobre el
carácter amenazante de los psicotrópicos para la frágil búsqueda de paz de mi
espíritu? Por supuesto, la sensación inválida de un cuerpo dañado –aunque el
mismo hecho ya de tener una sensación implica
algún cierto grado de validez- luego de un feroz desplome sobre la indiferencia
de los adoquines viene a enunciar un mayor autocuidado en los pasos solitarios
que, otariamente, voy dando. Si no fuera por la presencia casual de un
otro, espectador de mi caída, no sé cuánto tiempo más hubiese estado ahí,
inconscientemente postrado, sobre el lomo del monstruo nocturno. Mi único grado
de consciencia era una simple, fugaz e inconsistente percepción de estímulos
deformes que apuntaban hacia mí. ¿Estás bien? ¿Andas solo? ¿Quieres café? Mi
única hazaña de manifestar algún mínimo de dominio de sí fue el piadoso
movimiento de mis pestañas. ¡Arde mi rodilla, bombea mi hombro! Luchar por
abrir los ojos y tener al menos una imagen, deformada o no, se convertía en
acción titánica. Debido a que, justamente, formular, gestar, parir o expulsar
alguna y cualquiera palabra se hacía imposible.
Por eso es que la búsqueda de
alguna imagen devenida en ancla era el único canal salvífico para sentirme real
y afirmar mi conciencia en ella. Así es como a veces imagen y palabra relevan sus fuerzas sanadoras. Sin embargo, la búsqueda no cesaba. Te vas. Vuelas. Y
vuelves para volver a volar. Fue el instante atómico e infinitesimal de una
muerte perseguida. Creada. Allá donde el ansia de alimentar ridículamente los
puntos de fuga se funden con los carruajes del miedo.
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