martes, 10 de enero de 2012

autovigilancia

La fuente de mi sobrevivencia es el trabajo. No soy un desocupado. Tengo la fortuna, o en principios liberales, el don. La elección divina de poder trabajar. Mis sentidos humanos se consumen para producir. Es el punto en que el consumo y la producción son dos caras de la misma monedad. No es un ciclo por segmentos, sino que van unidos. Esta es la respuesta que da el monstruo de Marx a los burgueses ciegos del capital, los cuales segmentaban el ciclo de la mercancía. Pero yo, ser mortal común y simple de la vida, me esfuerzo por comprender el estado que me permite respirar, oír, gustar, ver y toda la expresión tangible de mis sentidos. Soy un guardia, un conserje, un vigilante nocturno y permanente de un alto edificio construido en el sector oriente de Santiago de Chile. Soy sólo la última pieza puesta en la construcción de las inmobiliarias. El símbolo antitético de la industria del miedo. Soy el resultado de la inseguridad. El vigilante de las propiedades ostentosas que construyen el consumo y la delincuencia a su vez. Soy el objeto que resulta por defecto de la acumulación de otros objetos. Ni alarmo ni ladro. Sólo cuido y llamo. Soy la culminación de las grandes ventas del bueno vivir. Industria que avanza como el terrorífico progreso de Benjamin. Mi trabajo viene a consolidar la identidad de un edificio con departamentos, una caja rectángular que esconde el secreto de aspirar a lo más alto de la modernidad, donde la limpieza exacerbada, la pureza y transparencia de sus componentes materiales acogen a los habitantes pulcros del Santiago oriente. Este mundo a veces me beneficia al grado de que mi mal aspecto en los días de Verano - sudor, olor, color de la camisa blanca-, causado por el largo trayecto de cruzar casi toda la ciudad, se reduzcan a casi una inexistente manifestación de suciedad, pues la fuerza celestial del vestíbulo me transforma. Hasta en el espejo mi piel es más blanca. Vivo en el sector surponiente, aproximadamente una hora es el tiempo cómplice de mi viaje. Soy el guardián de la pequeña burguesía desde las diez de la tarde hasta las siete de la mañana. Esas nueve horas las paso sentado, frente a un libro de registros de ingreso al edificio para personas desconocidas. Un televisor pequeño en blanco y negro a mi costado, que permanece funcionando toda la noche, con un volumen según las circunstancias. A mis espaldas suspende una larga repisa de madera, divida, subdividida, con un paradójico orden atomizado y numerado por los departamentos que contiene el edifico. Dentro de estos cubitos ahuecados hay de todo: cuentas, encargos, diarios, revistas, llaves únicas de pisos que se tienen que relevar, cartas de despedida y de muchísimas gracias, etc. En mis siete meses de trabajo como guardia de seguridad, puedo decir con la misma seguridad, que puedo asociar en su gran mayoría a cada cubito y su  número de departamento, con el rostro de sus habitantes. El problema de esto sólo me lo proporciona la homogeneidad cultural y física de los habitantes: la misma piel, el mismo color de pelo, el mismo habla, caminar, reir, compras, saludos, humor, mascotas con nombres similares, etc. Pero mi refinada memoria no suele equivocarse a la hora de su uso. Siempre en guardia ante cualquier distracción ofrecida por la indistinción del mundo burgués. Suelo ser amigables con quienes son amigables conmigo. Considero amigable a los residentes que expulsan los saludos correspondientes. Pero siempre acompañado con un modus operandi no excedente de afectos. Que sean simples, sinceros, ajustados a su propia función. Mi novia me enseño un día a aplicar "las lógicas de las buenas distancias", técnica de interacción social que exhibe el límite de la confianza; podríamos decir que es una sociabilidad con una acción racional de acuerdo a fines. A lo útilmente necesario. Pero necesario de verdad, no a una apariencia de necesidad construida ideológicamente. Pues este es el esquema apriori que tengo para establecer cualquier interacción con los residentes del edificio. Ellos saben que yo soy un simple elemento, una simple pieza, o como dice la moda sociológica, una comunicación funcional, no una persona. Es por eso que para mi,  el saludo, cumple una necesidad o función comunicativa que da pie para cualquier diálogo razonable. No para una demostración de cariño y amistad, que según mi posición y condición en aquel espacio, sólo puede ser interpretada como compasión y lástima. Tampoco voy a rechazar o ser indiferente, menos despreciable con una actitud de esas características. Sólo las recibiré con una sonrisa que diga muchas gracias, para qué se molesta. Como aquella vez en que un joven recién egresado de una de esas carreras sociales o humanistas, organizó una pequeña tertulia con sus camaradas de la intelectualidad contingente. El día anterior al encuentro me pidió la terraza del edificio. Se la reservé sin ningún problema hasta las tres de la madrugada. A la noche siguiente llegaron compañeros, amistades y no tan amistades-siempre hay más de algún extra, son fáciles de identificar, tienen el rostro de de ser invitados de segundo orden, con postura y mirada de intrusos-. Algunos, en condición de intelectuales valerosos y comprometidos con la emancipación del ser humano en la sociedad, tuvieron la arrogancia de saludarme con una efusividad adornada de amor. De esas que me molestan un poco. Era como si dos hinchas de la Universidad de Chile se encontrarán casualmente, de manera romántica y sorpresiva en las calles colocolinas de Pedrero. Sus ojos me decían algo así como buenas noches compañero trabajador, fuerza de trabajo explotada por los capitales inmobiliarios, usted que pernocta toda la noche por el cuidado de nuestra clase, pero que no más temprano que tarde seremos partícipes de la lucha contra el capital. La magia alquímica de su saludo y excesiva cordialidad reposicionaba en cosa de segundo nuestra posición de clase a una en común. Los tertulianos de aquella celebración de grado llegaban con pequeñas diferencias de minutos. La gran mayoría de ellos me trataban de un modo parecido. Era como si yo hubiese sido un sujeto privilegiado de aquella noche, un semidiós representante de un mundo o una lucha. Tenía ante mis ojos una actitud de respeto, de lealtad. ¿Es mi posición, el carácter de mi ocupación que se espiritualiza? ¿Soy yo acaso el representante de una categoría mesiánica? ¿Soy el objeto real ante el cual la constelación de múltiples conceptos luchando entre sí buscan acercarse y reconciliarse eternamente en mi? ¿O tal vez sólo es la simple diferencia entre ese modo de saludar y el modo más apático y despótico de los burgueses sin causa ni culpa?. Puede ser, quizá sea sólo la ceguera por momentos de aquella otra forma de saludar que engrandece la forma que tengo en mis ojos. Nada más. Las mujeres de aquella noche duplicaban aquel modo y actitud de piel que tenían ya los varones. Limitaban con la grosería de lo amigable, hasta el punto en que me obsequiaron pedazos de carne y longanizas del asado-que no sé si eran los pedazos que ya nadie podía comer-, más una cerveza de nombre raro que tenía que beber a escondidas.  Muchas gracias, para qué se molestan. Era mi respuesta. Yo era el tío, no el guardia. El tío pobrecito que está allá bajo en la puerta de la entrada del edificio sólo, aburrido, con sueño y tal vez frío. ¿A quién debo realmente apreciar? ¿ A los residentes sinceros que pasan a mi lado con un saludo efímero y justo? ¿ O a los muchachos que inconscientemente se les cae la actitud hipócrita de hermandad con un simple guardia de seguridad? La respuesta está demás. Sólo tengo la certeza inmediata de que no vivo como ellos ni hablo como ellos ni me entretiene lo que lo entretiene a ellos. Mi humor es diferente, rápido, pícaro, a veces sexual. Nunca nos entenderemos. Entonces no entiendo porqué se esmeran tanto en la cordialidad con al oprimido. Es el grito desesperado de los adornos kitsch de la clase media aspiracional. Pero este grito es invertido. Sólo soy un simple guardia de seguridad, un símbolo. Apropiado como mercancía económica e intelectual. Mi lucha diaria es mantener mi cuerpo físico lo más resistente posible durante la madrugada. Junto con una conciencia que busca encontrar los caminos materiales e inmateriales que faciliten un poco la comprensión de mi situación y la que se me presenta a diario. Mi vida social se reduce a este mundo. Donde el silencio oscuro de aquellas horas representa el acelerado ruido de mi ciudad. Una ciudad edificada sin edificios ni construcciones dentro de un edificio. Sólo es aire en su estructura y hojas que se arrastran por la berma como el paso de sus habitantes invisibles. A veces motociclistas urgidos por el enfriamiento de sus pizzas interrumpen la tranquilidad de mi ciudad. Los autores que me acompañan son los únicos que respetan mi silencio. Cubos de papel llenos de hojas, como diría Borges, son mis únicas sinceras amistades que me refugian ante la alegría del dolor. Los canales de televisión abierta en mi diminuta televisión sólo me ofrecen su parrilla programática del día siguiente. Así oscilo entre dos objetos que me divierten y me hacen pensar. Ya que la diversión, como dice un compañero alemán, es la muerte del pensamiento. Mi mente descansa entre la reflexión y la diversión. Dos bailarines por naturaleza paridos en la pista de los guardias de seguridad. A veces trato de pensar en algún otro trabajo en que el hombre no esté tan expuesto al mundo de la nada, al movimiento de la vacuidad que, impelido por el ocaso, acrecienta sus mortales y vitales agujeros de pensamientos. Soy un vigilante, ¿ pero a mi, quién me vigila? Me preocupa más la vigilancia de del silencio que de los ruidos. De lo vació que de lo abundante. Quizá es por eso que no soy un buen conserje. Porque vigilo quien me vigila, y no, a quienes pueden vigilar maléficamente a mis vigilados. La oscuridad, el silencio y la soledad están ahí, buscando cualquier apertura que les pueda ofrecer para entrar en mi vida y timbrarme como un ciudadano cero. Mi riesgo es la existencia, mi defensa, el pensamiento. El término de saludos, sonrisas, indiferencias, prepotencias, discriminación, mandatos y afectos, dan comienzo al imperio del silencio y la soledad.  Los ascensores en su descanso invitan al descanso de mis oídos. El inamenente alumbrado del vestíbulo no hace más que evidenciar la oscura noche que cae sobre mis espaldas. El fin del acelerado tránsito de residentes y visitantes dan comienzo al tránsito voraz de mi locura. 

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