Pequeño choque cultural, de capitales, en la capital de Santiago. Ocurrió en medio de una obra de teatro callejera. No cualquier obra de teatro, pues estaba financiada por Santiago a Mil, temporada cultural ofrecida por el gobierno durante todo el mes de Enero. Por lo que podríamos denominarla como una súper obra de teatro callejero. Muy bien producida, ambientada y técnicamente novedosa para una plaza pública y, en su mayoría, popular de la ciudad. Sin ser un espectador de Teatro con conocimientos y acervo crítico de aquel arte, no me fue indiferente reconocer algunos choques entre el público de una obra de teatro, o mejor dicho, el público de aquella obra en específica - ya que suele haber varianza entre el público de distintas obras-, y las personas que deambulan cotidianamente por la plaza, más en un día Domingo, donde la plaza, al estar relativamente cerca del Parque Forestal y tener una estación de Metro en sus esquinas, hace que la densidad de población sea mucho mayor.
La obra se llamaba algo así como La Victoria de Victor, refiriéndose claramente al revolucionario cantautor popular de los años sesenta. Habían dos carros con andamiajes de aproximadamente cinco o seis metros. Estos estaban ubicados en cada extremo del escenario. En uno de los carros se asentaba una banda de rock que musicalizaba la obra con canciones de Jara y de ellos mismos. El otro andamio era parte de la escenografía, donde distinto personajes iban apareciendo, ya sea su madre, etc. Hasta el momento no había problema con eso. Pero para mi, comenzaba a vislumbrarse algo paradójico:
Las ciudades no son universales ni espacios físicos que hablan por sí solos, ni están por encima de sus habitantes. Esta es la diferencia geográfica entre espacio y territorio. El primero es algo vacuo al cual se le agregan elementos físicos, culturales y sociales; la distribución de aquellos elementos en aquel espacio tiene por ley útlima a la sociedad misma. La sociedad es, así, quien administra, segmenta y orden los bienes públicos; vale decir, es un espacio social. Es un tango viejo eso de que Chile es uno de los países más desiguales del mundo; lo cual, la inferencia que podamos hacer de cómo se distribuyen los bienes públicos y culturales en la ciudad de Santiago no es un desafío difícil de realizar. ¡Jáctense de su subjetividad y vayan a olfatear la diferencia de clase entre la Plaza Pedro de Valdivia y la Plaza de Armas!
Las ciudades no son universales ni espacios físicos que hablan por sí solos, ni están por encima de sus habitantes. Esta es la diferencia geográfica entre espacio y territorio. El primero es algo vacuo al cual se le agregan elementos físicos, culturales y sociales; la distribución de aquellos elementos en aquel espacio tiene por ley útlima a la sociedad misma. La sociedad es, así, quien administra, segmenta y orden los bienes públicos; vale decir, es un espacio social. Es un tango viejo eso de que Chile es uno de los países más desiguales del mundo; lo cual, la inferencia que podamos hacer de cómo se distribuyen los bienes públicos y culturales en la ciudad de Santiago no es un desafío difícil de realizar. ¡Jáctense de su subjetividad y vayan a olfatear la diferencia de clase entre la Plaza Pedro de Valdivia y la Plaza de Armas!
Instalar una obra de Teatro Callejero, un arte en la calle, cultura en la calle, no es una tarea inocente como lo creen muchos. Quizá nuestro ministro Cruz Coke y el ministerio de cultura sabe muy bien lo que están haciendo, de hecho, no tienen ninguna duda de que Santiago a Mil es una gestión cultural democrática y accesible al universo social de los chilenos. Y más allá de los eventos culturales de élite que se ofrecen en su programación, y que consistentemente se realizan en espacios sociales altamente correlacionados con su público en particular; existen en la programación obras de teatro que se manifiestan en la calle, con tal que esté la palabra calle, callejero, nuestras autoridades y muchos patriotas se pueden quedar tranquilo y pensar en lo democrático que es nuestro Chile culturalmente. Además, las obras ofrecidas por Santiago a Mil en la calle son sólo siete, frente a las más de veinte producciones , entre ellas internacionales, pagadas y en otros espacios físicos públicos, pero no tan públicos. Lo bueno de las pocas obras ofrecida en la calle, es que se montan en diferentes comunas de Santiago, entre ellas está Lo Prado, la PAC, Quilicura, Quinta Normal, El Bosque, etc. Donde sí podemos declarar que la democracia en la parrilla programática de Santiago a Mil está presente. Aunque claro, sean sólo siete. Pero el problema no es sólo esto.
Los individuos no son libres. Las condiciones de producción dentro del desarrollo de su vida, ya sean culturales, educativas, linguísticas, gastronómicas y por qué no, artísticas, están desigualmente distribuidas en la población de, en este caso, Santiago. Y como estas tiene una correspondencia con la segmentación del espacio social, los objetos culturales que están dentro de cada estrato son muy diferentes. Ya Baudrillard criticaba que los objetos culturales por sí solo no dan una respuesta definitiva sobre la posición social de sus consumidores, sino que estos portan un lenguaje, una gramática específica sobre los objetos consumidos, donde suelen diferenciarse, en términos de clases, cómo lo consumen. Para que estos finalmente consuman a sus propios consumidores. Pero no nos desviemos de nuestro problema. Pues hace un rato decíamos que Santiago a Mil ofrece ciertas obras de teatro en la calle, más en alguna de las comunas populares de nuestro Santiago. Esta programación nos permite dar algunas hipótesis. Pues lo más probable es que el público medio de las obras de teatro callejero que se realizan en las comunas populares seleccionadas por Santiago a Mil pertenezcan a la misma comuna, y por lo tanto la homogeneidad cultural, en términos de clase, sea muy alta. Ahora bien, la gramática en el consumo de aquella obra de teatro sea muy similar entre la gran mayoría que asistió, por ejemplo, en la PAC, uno de los lugares donde se montó La Victoria de Victor. Hasta el momento no hay muchas contradicciones entre los mismos espectadores, quizá entre el objeto cultural y ellos, tal vez.
Tantas vueltas me he dado para llegar al lugar particular que quiero comentar. Pues si dijimos que lo más probable que en y entre los espectadores de una similar lengua cultural no afloran problemas o contradicciones, ya que el espacio social donde fue ubicada la obra facilitaba en término medio a un tipo de público; no ocurre lo mismo así en un lugar del espacio social en que las probabilidades de que se encuentren físicamente individuos pertenecientes a espacios culturalmente muy diferente en la distribución espacial de Santiago sea mucho mayor. Es poco probable que espectadores que vivan en la comuna de Ñuñoa o Providencia, viajen hasta el poniente de la capital para ver una obra que haga referencia a un cantautor popular. De hecho, Plaza de Armas, el centro del centro de Santiago, era el lugar más cercano a las comunas orientales, las cuales concentran los capitales económicos y culturales. Y sin mucha lógica, era Plaza de Armas el punto neurálgico para la mixtura social, donde iban a confluir espectadores de distintos espacios sociales. Así, la heterogeneidad del público era mucho mayor al público de Lo Prado o Pedro Aguirre Cerda. Pues los ñuñoinos, o espectadores de Providencia, Las Condes o Vitacura que tienen una sensibilidad social, adhiriendo a la música contestaria de Jara u otras voces críticas sesenteras, viajaron a la misma Plaza de Armas para ver la obra de su querido cantante. Aunque claro, quizá no es casualidad para los espectadores que viven en el espacio social dominante estar en el espacio social de los dominados; hay organizaciones intelectuales políticas, universitarias y voluntariados que hace que la sensibilidad de los dominantes interactue con el mundo popular.
Digamos que la cotidianeidad del fin de semana de muchas personas no es hacer ni trekking, ni acamapar, ni ir al cine y menos al teatro; sino más bien, hasta donde alcance su presupuesto familiar, ir a dar una vuelta al Parque Forestal, comprarse un heladito barato y echarse bajo el mar de sombra que distribuye los altivos árboles y conversar de cómo solventar los gastos escolares de Marzo, o buscar una alternativa recreativa económica en Febrero para que los hijos no se aburran ni se sequen ante el calor imperdonable de Santiago, el pago de las deudas de Navidad; o simplemente platicando sobre lo mal que le está yendo a Eduardo Vargas en el Napoli. Es, por consiguiente, un domingo cualquiera dentro de uno de los espacios sociales que están subjetivamente en su mundo, y objetivamente más cercano y accesible a su presupuesto familiar. Diferentes familias o individuos habitan en el centro de Santiago, se mueven, caminan y hablan en sus callecitas con una naturalidad que le es inherente a cualquier fin de semana; para lo cual, Plaza de Armas, es el lugar que le ofrece un buen Metro y bancas para descansar. Pero repentinamente, inimaginablemente se hallan con una obra de teatro callejero, en su mismo lugar cotidiano del fin de semana; es como si cayera un objeto cultural inconsistente con su realidad social en un espacio naturalizado para ellos. Pero no sólo el objeto cultural le es un poco extraño, sino que se ven enfrentados a otras personas de diferentes lugares: ven otra ropa, otro habla, otro cuerpo, otra piel, y, sobre todo, y es acá la gran contradicción que cosecha Santiago a Mil, una oposición inevitable, tan así que el teatro en la calle-no de la calle-o, callejero, no es tan universal, público, gratuito, democrático, que digamos; es ni nada más ni nada menos, como dijimos anteriormente: la contradicción entre distintos lenguajes, gramática y códigos del consumo cultural.
Comprar un televisor parece una práctica universal, de todos los chilenos y chilenas. Pero el cómo yo interpreto ese consumo, la manera, el tiempo y el espacio físico de dónde ubico ese televisor consumido, es un lenguaje para mí distinto de quien compra un televisor en otra zona de Santiago de Chile, y que tiene otro orden simbólico que se relaciona con el consumo del televisor. Es, entonces, otro lenguaje que distintas personas poseen con los objetos y prácticas culturales. Uno lo puede poner el comedor, al lado de la mesa, para que así en la hora del desayuno, almuerzo y cena pueda ver las noticias, la telenovela o el partido de fútbol, ya sea estando toda la familia o en solitario. Y otro lo puede poner en una sala especial para ver televisión o destinado simplemente para ver películas, guardando para el comedor el silencio y las conversaciones importantes de la familia. Por consiguiente, tenemos dos manera de hablarle a los objetos culturales. Pero si, por ejemplo, estos dos consumidores viviesen juntos en una casa, o dos familias, por casualidades sobre naturales tengan que convivir unos meses, las contradicciones y oposiciones entre cómo consumir el televisor se harán evidentes. A no ser de que la primera familia quiera almorzar con bandejas en la sala destinada a las audiovisuales o la otra familia se interesara ver las noticias en el momento del almuerzo. Es decir, los objetos culturales son interpretados y discursivamente distintos según el contexto y, en este caso, el espacio social de cualquier ciudad.
Con la obra de Victor Jara pasó algo similar. Pues muchas personas que cotidianamente deambulan por la Plaza de Armas no estaban acosutmbradas a ver una obra de teatro. Es un objeto cultural conocido a lo más por algunos, y desconocido quizá por muchos. La calle es de ellos, y una obra de teatro que lleve por apellido una lugar natural para ellos no es una cosa fácil de interpretar. La novedad que les trae aquello no tiene una correspondencia directa con su mundo cultural; la respuesta gramatical que espera la obra de teatro o la compañía de ellos guarda una distancia abismal con el pobre lenguaje de teatro que portan los visitantes diarios de la Plaza de Armas. Los códigos mínimos para ver una obra de teatro en la calle van hacer en su mayoría los códigos que transitan cotidianamente en esa misma calle. La inocencia de los gestores culturales, o quizá de la misma compañía, que esperaban que la obra de teatro en la calle tuviera una relación o interacción con un público universal, puro y sin heterogeneidad cultural, comenzaba a ser desmitificada. Esta inconsistencia gramatical no tuvo más que oponerse al lenguaje correcto, docto y noblezco de los espectadores que sí están acostumbrados a ver obras de teatro y que sí manejan muy bien los códigos del teatro en la calle, pero en otras calles. Era un verdadero festival de mariposas de distintos colores chocando entre sí. La molestia del lenguaje correcto de una obra de teatro en la calle tenía todo su derecho de existencia. Más aún cuando si se trata de una obra de teatro técnicamente, permítanme la arrogancia, demasiado formalista, abstracta y de vanguardia; vale decir, un arte no realista, la abstracción posmoderna de Victor Jara.
Bourdieu en su sociología del gusto encontró que el arte de la nobleza obedecía a reglas abstractas, líneas y movimientos que había que interpretar después de un trabajo no fácil para la vulgaridad de muchos. Mientras que el arte popular obedecía a principios realistas, donde los espectadores preferían ver reflejado su mismo mundo social. A mi parecer, la obra sobre Jara no estaba correlacionada con ese gusto artístico popular; más bien, tenía varias metáforas biográficas, métodos comparativo y múltiples formas que nos dan derecho a decir: "pero cómo no cachay el concepto que hay detrás". Lo importante es que técnicamente el escenario de la obra era móvil, junto con los dos andamiajes se iba movilizando por tres calles: Estado, Catedral y Ahumada. Donde para cada calle había un tema biográfico de Víctor que formalizar. El traslado de la banda de música y el otro carro por estas tres calles fue un caos. Los guardias de la compañía tenían que constantemente delimitar el escenario, corriendo a la gente para que no se aglomerará y redujera el escenario móvil de los actores; pidiendo a los espectadores, en los momento en que el escenario guardaba quietud, que se sentaran para que las personas de más atrás pudieran ver. Sin embargo, todo ese trabajo estaba enfrentado con los códigos culturales que portaban distintos espectadores. Donde algunas se quejaban ante la incomprensión cultural de algunas personas, especialmente las que no tenían un comportamiento gramatical mínimo de una obra de teatro en la calle. Muy bien lo retrato una muchacha que, sentada en una de las bancas de la plaza, y resignada porque la aglomeración de gente no le permitía ver la obra, dijo: "estas cuestiones deberían ser pagadas, como es gratis uno se encuentra con gente desagradable". Aquella interacción cultural no agradable entre los espectadores pertenecientes a distinta posición del espacio social (del sector oriente y no oriente de Santiago), era un ejemplo claro de las contradicciones y oposiciones que comenzaba a cosechar la obra de teatro en la calle. O también, al final de la obra, donde Jara era acariciado por la muerte, un hombre gritaba a menudo: "viva Victor Jara", "presente en la lucha y en las clases sociales", "abajo el nazismo", "compañero victor jara". Muchas de sus invitaciones de seguir los gritos para Victor Jara si no tenían más que respuesta el silencio, tenía como respuesta millares de miradas de molestia, desprecio o comentarios como "qué desubicado". Estas y otras contradicciones gramaticales cosechaba la cultura para todos.
La desigualdad no es sólo económica, sino también cultural. El descanso y el relajo que nos otorga la segmentación de nuestro espacio físico y social, donde muy distintos mundos y códigos pueden llegar jamás a encontrarse y verse e interactuar, nos da el tiempo para construir un mundo ficticio de unidad e igualdad. Donde las contradicciones y oposiciones entre aquellos mundos siempre van a guardar silencio y mantenerse en un sueño del cual no nos interesa ni interrumpir y despertar. La objetividad física de la distribución espacial de Santiago de Chile contribuye a este sueño y silencio. Las subjetividades culturales están enjauladas, habitan en y para ellas mismas. Es muy difícil que se encuentren físicamente y tengan que dialogar y ponerse de acuerdo para un mismo fin. Es poco probable que distintos códigos y gramáticas culturales tengan que llegar a un acuerdo para dialogar correctamente con un mismo objeto cultural. El habla correcto con un mismo objeto cultural va a ser diseñado por quienes concentran los capitales económicos y culturales. Pero este diseño convive muy bien con sus espectadores cuando el espacio social le da un buen clima para su desarrollo. Sin embargo, las contradicciones siempre terminan por aparecer, no siempre llegando a un estado nuevo, como lo suele pintar el rosado idealismo. Sino que es una constante negación que expresa la desigualdad de Santiago: es la negación de muchos de los transeúntes de Plaza de Armas a una obra de teatro en la calle.
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