Cerraré tus ojos por un momento y
correré el riego de formular alguna palabra que caiga como un ancla sobre tu
pecho y darle así, al menos, un color y una forma y un rostro, al
movimiento misterioso de tu cuerpo y de tus verbos. Quisiera entregarme una humilde
nominación y tartamudear siquiera una verdad. Pero tu misterio, lejano e
incógnito, me seduce y desnuda. Tu misterio es generoso con quienes esperan
afuera. Comparte sencillos ecos de ilusiones que pueden ser escuchados. Y ante
mis improbabilidades, es que construyo el arma de mi propia imaginación.
Imagino el encanto de nuestro entendimiento indescifrable. El estilo mágico y
propio de nuestro delirio lleno de significaciones. Recuerdo el encuentro de
dos lenguas extranjeras que hallan en sus diversos bailes una sincronía
centrípeta de confusión y humor, del florecimiento sintético de una única y
singular lengua. Más allá de que todo pertenezca a la tiranía
desfiguradora de lo real, a la bella arquitectura de mis fantasías espectrales,
no puedo negar y reconocer que fue y sigue siendo una sensación creada
también desde la física, de la química. Los símbolos, como devenirse por
esencia, pasan también por el corazón, por lo corporal. De lo contrario, nadie
se podría comunicar. Al menos, de nuestra especie. Y lo más elemental de
cualquier interacción humana, el lenguaje y su juego, el lenguaje y su cuerpo,
el lenguaje y su mirada, recaen estruendosamente como huellas de una esperanza,
de un deseo. La posesiva ansiedad masculina y su torpeza lineal, livianamente
secuencial y, sobretodo, consagradamente predecibles, se resbalan justamente en
la solidez de tu incertidumbre. Evanesciéndose también así todo verbo
masculino. El misterio, el misterio de tus vórtices azules, danzan
inocentemente alrededor de la frágil cuerda que sostiene mí volantín. Tu
remarcada distancia y visible ausencia son dos fuerzas en movimiento que niebla
cualquier atisbo de puerto. Ningún anclaje pareciera ser posible. Porque tú
eres la ancla misma. El anclaje del misterio. Y la oscilación y devenir de mis
delirios fantasmagóricos no tendrán ni siquiera la empatía, por ahora, de darse
por muertos. Con tal de darle, aunque sea por un momento, un rostro y
un color y una forma al fluido del pacífico. Donde naufragan tus barcos
de papel.
Fotografía: Pete Eckert
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