El conocimiento sin la experiencia es una voz
artificial, vacía y engañosa. Todo intelectual o pensador de las ciencias
humanas o profetas de la política que plantee las últimas verdades de la humanidad
y del hombre y su relación con la sociedad, sin haber experimentado todas las
realidades posibles que estuvieron a su alcance, o que en su cómoda posición e
imagen le cortaron las alas a seguir volando por el universo entero de las
experiencias de la vida: de vivir, conversar, embriagarse desenfrenadamente,
perderse en la oscuridad y sentir el misterio de los personajes del mundo
subterráneo, temblar ante la adrenalina escatológica arriesgándolo todo, bajo
una acción o decisión sin reservas de racionalidad ni ahorros de sobrevivencias;
sin haberse empapado alguna vez ante la fuerza magnífica de la experiencia,
allá donde la razón aún ni siquiera aprende el alfabeto, hacen que sus verdades consagradamente certificadas devengan
en una lenta putrefacción.
Fotografía: Anke Nunheim
Tienen que asegurar su posición. El poder. ¡Oponiendo
resistencias! Y así seguir con la fe de que sus almas están más cerca de la
salvación. Su ilusión. Todo pensador que tenga el descaro de ser el portador de
la llave universal sin estar en diálogo y dados de la mano con la bestia, la
euforia, el azar del viento, su angustia y su pasión; o peor aún, ni siquiera
como espectador lejano de quienes son los brillantes exponentes de ese
conocimiento oculto, de esa sabiduría secreta de la experiencia o Filosofía de
la Noche. No, ahí están, observémoslos silenciosamente desde las manos cansadas
de su secretaria. Los vemos. Ahí están, encorvados en su oficina, sentados
frente a su computadora, custodiados con el ejército de libros agonizantes que
sólo balbucean la compilación de artículos indexados. Nos hablan del sujeto dominado, histórico o creador de sí. Nos instruyen del ser comprendido, el ser
explicado, el ser predicho y el ser expresado. Pero ni siquiera nos hablan a
nosotros, porque hablan entre ellos mismos.
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