Bicicleta y otras
yerbas.
Retomé la bicicleta después de un largo tiempo.
Puede que el micro y el metro, quienes me transportaban por la ciudad, hayan
querido tomar un descanso.
O bien dicho, yo, de ellos. No obstante, ambos escondían algo. Y a raíz de
este pequeño tiempo en que se han hecho ausentes, he podido detectar
algo. Un halo misterioso invisible a la velocidad de sus movimientos.
¿Cómo puedo encontrar algo de seductor al
metro, a ese lugar muerto e impersonal, donde el apuro se confunde con miradas
ensimismadas de pensamientos? Aún no lo sé, puede ser que esa atracción
subterránea se deba a un leve murmullo, lejano y poco descifrable, donde,
paradójicamente, y tan característicos de los lugares muertos, se logran captar
algunos signos interesantes o alguna voz reveladora. Signos que brotan
tímidamente ante nuestro naufragio cotidiano esperando ser puesto en la palma
de las manos y dejarse desnudar poco a poco.
El metro, danza de la apatía y el deseo, nos
recuerda que el asombro, el azar y la coincidencia, son fuerzas que si bien las
hemos guardado en nuestro silencio, pueden dinamitar en cualquier momento la
solidez de nuestro ensimismamiento y golpear las pestañas de nuestra mirada perdida,
absorbida por macabras fantasías o, simplemente, por la uniforme marcha del
tren, la cual unifica todo los sonidos y ruidos de su movimiento en un sencillo
adormecimiento de nuestros sentidos.
Y es ante este letargo donde aterriza
inesperadamente el asombro, ese momento único e infinitesimal de ver o
presenciar algo absolutamente nuevo e inaudito, en que sólo reaccionamos
abriendo, sin darnos cuenta, la boca. Ocurre, por ejemplo, cuando vemos manchas
de sangre en el piso. ¿Cómo no reducir toda nuestra atención en huellas de
sangre? ¿Cómo no anular el resto del mundo con la mirada perdida hacia la
sangre hecha huella? ¿Qué fuerza interior nos hace querer observar obsesivamente
gotas de sangre en el piso? ¿De qué persona vendrá, de que parte de su cuerpo,
qué le habrá pasado? No puedo apartar mis ojos del piso, el encantamiento de simples
gotas de sangre marcan un camino totalmente distinto al que en realidad conducían
mis pies. Me abstraigo. Y no me importa chocar contra alguien, quien muy bien
puede ofrecerme otro asombro, otra coincidencia, otro azar.
Cabe aclarar y hacer justicia, por lo demás,
que estos relámpagos de asombro obtienen su fuerza ensalzadora por la monotonía
del lugar que lo viste. Porque ante cualquier fondo gris, cualquier mínima
mancha oscura resalta. Sin embargo, son relámpagos, sorpresas. Asombros que
despiertan con un balde de agua fría nuestros sentidos, purificando nuestras
vidas, embelleciendo nuestra percepción con imágenes vírgenes y paganas.
Fotografía: Diggie Vitt
Sin embargo, tanto el metro, como en un grado
menor, la micro, adormecen los sentidos, limitando las probabilidades de
aparición del asombro, la coincidencia, o el azar. Uno pudiese pensar, o
recordar, que el metro o el micro es una lluvia torrencial de azar, suma
incontrolable de encuentros improbables que se materializan, pero que a causa
del desconocimiento que tenemos de los rostros con que nos topamos, toda
aleatoriedad pierde su valor. Pero ni siquiera esto, porque el valor de una
imagen no está en el contenido puntual de su conocimiento, sino en su esencia
relacional. Por eso es que si ante el devenir incontrolable de imágenes que presenciamos
en el subterráneo del metro no somos capaces de articularla con algo (ya sea
con nuestro pasado, nuestro presente o las expectativas de nuestro futuro), o
no somos capaces de atribuirle un significado que va más allá de lo visible, de
lo inmediato; si no transformamos la imagen, los rostros, los accidentes o cualquier encuentro sorpresivo, dejamos que
el valor de aquello se esfume y se consuma lentamente con la monotonía del
tren.
Lo mismo con la coincidencia, constelación de
situaciones que convergen en un mismo espacio y tiempo que, si no gatillan algún
pequeño significado, pasan absolutamente inadvertidas. El metro y el micro son plataformas
bestiales que pueden desatar estas fuerzas. Pero en la uniformidad del micro
(siendo mucho más rico en imágenes, ya que siempre se puede mirar por más de
una ventana) y en la agonía del metro, la coincidencia o el asombro tienden a
dormir. Y así es como el las imágenes dejan de invitarnos a conocer su poder y
universo.
Nuestros sentidos en constante movimiento nos
conducen mecánicamente a la conciencia de nuestra existencia. Un desplazamiento
por la ciudad mediante el imperio sensorial no sólo nos obliga a permanecer en
estado alerta, sino que es la fuente culmine de una creación infinita. La
imágenes que emergen del movimiento de nuestro cuerpo, de la mecánica circular
de nuestras piernas y, por sobre todo, de nuestro control absoluto de nuestro
andar y destino, devienen en una mayor riqueza creacional, de una mayor fuerza
y poder del asombro y la coincidencia. Simplemente, una bicicleta.
Retomé la bicicleta luego de un largo
adormecimiento. Desplazarse por la ciudad moviendo el cuerpo es ya otra
historia, desplazarse por la ciudad consciente de la respiración, es ya otro
mundo. Desplazarse por la ciudad en un estado permanente de alerta, es ya otro
presente. La gran llama siempre viva de
la percepción, diosa a la que le debemos la vida, no detiene en ningún momento
su gran marcha. No tenemos la seguridad que nos brinda el metro y el micro, no,
porque aquí nuestros sentidos sólo trabajan para rascarse la espalda, y peor
aun cuando nos consumimos en la lectura de los libros, desatendiéndonos
completamente de los pasajeros, a excepción de si leemos en el pasillo y nos
vemos interrumpido en cada párrafo por dar espacio al pasajero que
respetuosamente nos lo pide.
En el metro no movemos las piernas, al contrario,
nos la mueve el balanceo de esa masa prensada que agoniza en los vagones. Allí,
no somos muy conscientes de la respiración, así como para economizar nuestra
resistencia al desgaste físico. Peor
aún, sólo nos hacemos consciente para buscar algún hueco de oxígeno y no
ahogarnos con el vapor de cuerpos estresados. Alzamos la mirada hacia el techo,
como pidiendo alguna ayuda divina.
En la bicicleta, el despliegue de nuestros
sentidos está en un trabajo permanente e intenso, necesariamente vivo. Pues sin
ello, arriesgamos la vida. La concepción de la distancia cambia de manera
brutal. Con el micro y el metro aniquilamos muchas calles, desconocemos sus
nombres, sus árboles, sus diálogos con el sol y el ocaso, sus caminantes
contingentes. La vida estática arriba de una máquina con motor y neumáticos
reduce abismalmente todo ese abanico de posibilidades, impidiéndonos ver en un
pasaje recóndito, por ejemplo, el descanso de un anciano a las afuera de su
casa, con su silla y su sombrero. Aunque inmediatamente has de volver a tu
estado de alerta, a tu consciencia absoluta del movimiento efectuado entre tú y
la bicicleta y esta con el mundo. Calculando, anticipándose, intuyendo,
presintiendo, imaginando, respirando: pedaleando. Todo ante la más invisible complicidad
de nuestro rostro y el viento. Acá, cada imagen deviene ante nuestros ojos por
la relación mecánica que sostenemos con la bicicleta. Las imágenes se desnudan
en su territorio total: calles, pasajes, casas, árboles, edificios, parques,
paraderos, autos, cerros, trabajadores, bellas mujeres, niños, hombres, colegios, universidades, comerciantes, policía, turistas. La espera de la luz verde del semáforo como suspenso cuadriculado. O sea, todo lo ausente dentro de un micro y un
metro.
Ahora bien, si nuestros sentidos están
dialogando con la conducción del andar y nuestra percepción dialogando con el
riesgo de la vida en movimiento, ¿cómo es que podemos darnos el espacio y tiempo
para relacionar las imágenes vistas? ¿Cuál es la ventaja entonces de nuestra
relación con las imágenes, ya sea desde su coincidencia y asombro, si estamos
sumergidos en el movimiento? ¿Si el micro y el metro, por el mismo
adormecimiento de nuestros sentidos, reducen las posibilidades de la creación
asociativa de las imágenes, qué nos asegura que, al contrario, el imperio de la
gran marcha de los sentidos permita dicho arte?
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