El recuerdo pareciera ser fatal. Pero no lo es cuando se presenta bajo
diferentes formas. Hoy, por ejemplo, se presentó como una
estancia permanente de lágrimas sobre la cuneta de un pasaje, en que mis brazos
seguros de acariciar tu espalda y mi voz insegura de estabilizar tus llantos
componían el cuadro de dos sujetos buscando un momentáneo entendimiento entre
una erupción emocional y una incapacidad para controlarlo; o recordar, sencillamente,
la distensión solitaria de tu pena que se consumía por el frío pasto de un
jardín público, luego de que torpemente, alejándome de ti, creyera que la convicción de
tu soledad iba a ser frente a las garras de tus emociones. Pero también existen
otros momentos, donde las imágenes tienden a revivir, inocentemente, la muerte
de una construcción embalsamada. Y recuerdo sólo uno, porque me basta con él
para despejar toda nube gris que busque ocultar la fuerza con que le sonreías a un cielo siempre atento a la exposición de sus lunas. Es el recuerdo de aquellos momentos en que, simultáneamente, nuestros
ojos seguían los viajes de Marco Polo, y las tantas ciudades invisibles que
logramos conocer mediante sus recorridos, y los nuestros, donde en cada lugar, al
lado de un río o arriba de una micro, íbamos leyendo esporádicamente las múltiples
formas de las ciudades visitadas por un viajero medieval que, en su humildad,
enmudecía una y otra vez a Kublai Khan.
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