Es curioso el estado de incertidumbre, la
ignorancia con miedo de no tener la seguridad de que el regreso revitalizado o
el retorno de un viaje intensamente sanador impliquen la continuidad de una
composición o el desprendimiento absoluto de las partes involucradas de dicha
composición. Es un desconocimiento que se convierte prontamente en una entidad
viviente de emociones y articuladoras de sentimientos, ya sean desde una
embalsación y proliferación del amor hasta la hendidura del dolor y su
posterior sufrimiento, pues la actualización consciente del desconocimiento, es
decir, de la inseguridad y el miedo, no viene sino acompañada por quien la
potencia y le da forma y permanencia, vale decir, por el continuo recuerdo,
extrañeza, idealización, nostalgia, melancolía y repasar nuevamente por el
corazón todos los sentimientos bellos y mágicos que el pasado de una relación
te envolvió, pero que, precisamente porque es un recuerdo, un sentimiento
repasado, arrastrado por la parte sensible de nuestras vidas, se convierte
automáticamente en un sentimiento doloroso, una idealización paralizante que no
contribuye a la construcción de un umbral para la sanación personal,
completamente individual. Permanecer en
el estado del amor mientras la otra parte saltó, individualmente, a un nuevo
terreno de autosuperación, un nuevo espacio tanto en su proporcionalidad
inversa produce, por un lado, el crecimiento y sanación individual y, mientras
que por otro, produce el declive y muerte de una relación, de un nosotros, de
un no-individual. El resultado es doble, mi posición se hace incómoda y desventajosa. Es un
lugar situado individualmente y no un efecto colateral que obligadamente me
trajo hasta acá. No es que por la no presencia de ocasiones externas, tales
como irme por unos días a cierto lugar ha sanarme y desprenderme en su absoluto
de la relación, sino más bien es por una presencia interna, de crear las propias condiciones necesarias para que mi interior se enlace una y otra vez con los
múltiples recuerdos de la relación y su posterior idealización y añoranza, para
luego disfrutar tanto sus beneficios como sus costos, es decir, tanto de
resentir una y otra vez el amor, y, paralelamente, percibir crudamente el rostro de su muerte. Este último rostro se potencia, a su vez, no
ya por ninguna idea ni sentimiento ni abstracción conformada como las
anteriores, sino que por una pura y simple objetividad, concreta, tangible: la
otra parte tomó distancia, saltó, se atrevió a realizar un trabajo rigurosos de
sanación mental, milenario: “pero es
precisamente el débil quien tiene que ser fuerte y saber marcharse cuando el
fuerte es demasiado débil para ser capaz de hacerle daño al débil”
(Kundera). Sin embargo, en esta ocasión, fue ni más ni menos que la propia
debilidad del fuerte que hizo daño al débil. Ni siquiera en su fortaleza,
porque este no tiene fuerzas, sólo es fuerte por el sólo hecho de que el débil
es demasiado débil, más débil que él, pero paradójicamente es, a su vez, más
fuerte que el fuerte en ciertas ocasiones, tales como esta. Así es que
la objetividad de la fuerza del débil se convierte en una reactualización
permanente de la idealización y de los sentimientos, equivalentes al eterno
retorno de la debilidad, de la inseguridad, del miedo, de la angustia del supuesto fuerte. Esencialmente contradictorio a una de las primeras causas de todo este proceso: un
poco más de individualidad y un descanso de los fuertes nudos de ambos brazos
herbales.
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