El recuerdo pareciera insoportable. ¿No? ¿Tal vez? Así lo fuera, según la continuidad de la idealización y la intensificación de la caída de las gotas de las experiencias y las vivencias pasadas absolutamente compartidas, intercompenetradas de manera bestial. La proyección recíproca de los particulares modos de ser, su mismísima retroalimentación y confirmación indirecta de las individualidades involucradas traídas al presente, a un tiempo que objetivamente no corresponde a esa abstracción del pasado, repercute en su desenvolvimiento como espinas al acecho u orugas constantemente amenazando caer sobre el hombros y trepar a alguna zona de tu piel y dejar su huella de incomodidad, de un dolor invisible que, en última instancia, es perceptible. ¿Cuánto espera tu pasividad estructural para lograr un pequeña transformación en la superficie de la sobrevivencia de la vida del amor? ¿Es una pretensión inocente el poseer la convicción de manifestar la idea, o la proyección, de la transformación? Lo es, y ni siquiera puede ser juzgada de falsa o verdadera, pues es la expulsión simbólica de la misma debilidad que alimenta una y otra vez aquella misma pretensión, es, en tanto, la esencialidad de la ignorancia de lo que significa una transformación. Sólo podrás, o se podrá-para impersonalizarlo y así distanciar la formalización de un proceso netamente interno- alguna pequeña modificación, algún estímulo que te obligue y te enuncie la dimensión praxelógica de la vida, dejando de lado-para que descanses un poco también-de la inmutabilidad epistemológica con que te piensas constantemente en tu vida cotidiana y su relación con los otros. Es claro, y todos los sabemos, que el estímulo praxelógico fue potenciado por la emergencia concreta y visible de una separación, un desarraigo, aparentemente voluntaria pero internamente ambigua. Es esta última ambiguedad, esta identidad tan casi tuya, que motoriza una y otra vez el resurgimiento del recuerdo que se te presenta hoy en día -y quizás cuántos más- como insportable. Si te vas convenciendo de a poco que la figura amada que recibió esa fuerte y brillante retroalimentación y estructuró en algún grado tu vida, para hacerla menos melancólica, más felíz, más luminosa como lo fue la radiación de su propia sonrisa al cielo; esta se va retirando convencidamente de que ya no será más la válvula del ciclo; tú te sientes abruptamente solo e ignorante de superar la situación que fue en su curso completamente compartida, pero que en su proceso de desprendimiento la voluntad individual es innegable. Y es acá dónde te sitúas. Algo indefenso, algo convencido. Está bien. Se vive como se puede. Pero no se debe negar los tropiezos constantes con que uno retrocede una y otra vez, con distintas piedras, unas más grandes y pesadas que otras. Y en esto caso es, una y otra vez, la idealización, el recuerdo y por qué no, la esperanza.
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