martes, 17 de enero de 2012

teatro en la calle

Pequeño choque cultural, de capitales, en la capital de Santiago. Ocurrió en medio de una obra de teatro callejera. No cualquier obra de teatro, pues estaba financiada por Santiago a Mil, temporada cultural ofrecida por el gobierno durante todo el mes de Enero. Por lo que podríamos denominarla como una súper obra de teatro callejero. Muy bien producida, ambientada y técnicamente novedosa para una plaza pública y, en su mayoría, popular de la ciudad. Sin ser un espectador de Teatro con conocimientos y acervo crítico de aquel arte, no me fue indiferente reconocer algunos choques entre el público de una obra de teatro, o mejor dicho, el público de aquella obra en específica - ya que suele haber varianza entre el público de distintas obras-, y las personas que deambulan cotidianamente por la plaza, más en un día Domingo, donde la plaza, al estar relativamente cerca del Parque Forestal y tener una estación de Metro en sus esquinas, hace que la densidad de población sea mucho mayor. 

La obra se llamaba algo así como La Victoria de Victor, refiriéndose claramente al revolucionario cantautor popular de los años sesenta. Habían dos carros con andamiajes de aproximadamente cinco o seis metros. Estos estaban ubicados en cada extremo del escenario. En uno de los carros se asentaba una banda de rock que musicalizaba la obra con canciones de Jara y de ellos mismos. El otro andamio era parte de la escenografía, donde distinto personajes iban apareciendo, ya sea su madre, etc. Hasta el momento no había problema con eso. Pero para mi, comenzaba a vislumbrarse algo paradójico:

Las ciudades no son universales ni espacios físicos que hablan por sí solos, ni están por encima de sus habitantes. Esta es la diferencia geográfica entre espacio y territorio. El primero es algo vacuo al cual se le agregan elementos físicos, culturales y sociales; la distribución de aquellos elementos en aquel espacio tiene por ley útlima a la sociedad misma. La sociedad es, así, quien administra, segmenta y orden los bienes públicos; vale decir, es un espacio social. Es un tango viejo eso de que Chile es uno de los países más desiguales del mundo; lo cual, la inferencia que podamos hacer de cómo se distribuyen los bienes públicos y culturales en la ciudad de Santiago no es un desafío difícil de realizar. ¡Jáctense de su subjetividad y vayan a olfatear la diferencia de clase entre la Plaza Pedro de Valdivia y la Plaza de Armas! 

Instalar una obra de Teatro Callejero, un arte en la calle, cultura en la calle, no es una tarea inocente como lo creen muchos. Quizá nuestro ministro Cruz Coke y el ministerio de cultura sabe muy bien lo que están haciendo, de hecho, no tienen ninguna duda de que Santiago a Mil es una gestión cultural democrática y accesible al universo social de los chilenos. Y más allá de los eventos culturales de élite que se ofrecen en su programación, y que consistentemente se realizan en espacios sociales altamente correlacionados con su público en particular; existen en la programación obras de teatro que se manifiestan en la calle, con tal que esté la palabra calle, callejero, nuestras autoridades y muchos patriotas se pueden quedar tranquilo y pensar en lo democrático que es nuestro Chile culturalmente. Además, las obras ofrecidas por Santiago a Mil en la calle son sólo siete, frente a las más de veinte producciones , entre ellas internacionales, pagadas y en otros espacios físicos públicos, pero no tan públicos. Lo bueno de las pocas obras ofrecida en la calle, es que se montan en diferentes comunas de Santiago, entre ellas está Lo Prado, la PAC, Quilicura, Quinta Normal, El Bosque, etc. Donde sí podemos declarar que la democracia en la parrilla programática de Santiago a Mil está presente. Aunque claro, sean sólo siete. Pero el problema no es sólo esto.

 Los individuos no son libres. Las condiciones de producción dentro del desarrollo de su vida, ya sean culturales, educativas, linguísticas, gastronómicas y por qué no, artísticas, están desigualmente distribuidas en la población de, en este caso, Santiago. Y como estas tiene una correspondencia con la segmentación del espacio social, los objetos culturales que están dentro de cada estrato son muy diferentes. Ya Baudrillard criticaba que los objetos culturales por sí solo no dan una respuesta definitiva sobre la posición social de sus consumidores, sino que estos portan un lenguaje, una gramática específica sobre los objetos consumidos, donde suelen diferenciarse, en términos de clases, cómo lo consumen. Para que estos finalmente consuman a sus propios consumidores. Pero no nos desviemos de nuestro problema. Pues hace un rato decíamos que Santiago a Mil ofrece ciertas obras de teatro en la calle, más en alguna de las comunas populares de nuestro Santiago. Esta programación nos permite dar algunas hipótesis. Pues lo más probable es que el público medio de las obras de teatro callejero que se realizan en las comunas populares seleccionadas por Santiago a Mil pertenezcan a la misma comuna, y por lo tanto la homogeneidad cultural, en términos de clase, sea muy alta. Ahora bien, la gramática en el consumo de aquella obra de teatro sea muy similar entre la gran mayoría que asistió, por ejemplo, en la PAC, uno de los lugares donde se montó La Victoria de Victor. Hasta el momento no hay muchas contradicciones entre los mismos espectadores, quizá entre el objeto cultural y ellos, tal vez.

Tantas vueltas me he dado para llegar al lugar particular que quiero comentar. Pues si dijimos que lo más probable que en y entre los espectadores de una similar lengua cultural no afloran problemas o contradicciones, ya que el espacio social donde fue ubicada la obra facilitaba en término medio a un tipo de público; no ocurre lo mismo así en un lugar del espacio social en que las probabilidades de que se encuentren físicamente individuos pertenecientes a espacios culturalmente muy diferente en la distribución espacial de Santiago sea mucho mayor. Es poco probable que espectadores que vivan en la comuna de Ñuñoa o Providencia, viajen hasta el poniente de la capital para ver una obra que haga referencia a un cantautor popular. De hecho, Plaza de Armas, el centro del centro de Santiago, era el lugar más cercano a las comunas orientales, las cuales concentran los capitales económicos y culturales. Y sin mucha lógica, era Plaza de Armas el punto neurálgico para la mixtura social, donde iban a confluir espectadores de distintos espacios sociales. Así, la heterogeneidad del público era mucho mayor al público de Lo Prado o Pedro Aguirre Cerda. Pues los ñuñoinos, o espectadores de Providencia, Las Condes o Vitacura que tienen una sensibilidad social, adhiriendo a la música contestaria de Jara u otras voces críticas sesenteras, viajaron a la misma Plaza de Armas para ver la obra de su querido cantante. Aunque claro, quizá no es casualidad para los espectadores que viven en el espacio social dominante estar en el espacio social de los dominados; hay organizaciones intelectuales políticas, universitarias y voluntariados que hace que la sensibilidad de los dominantes interactue con el mundo popular. 

Digamos que la cotidianeidad del fin de semana de muchas personas no es hacer ni trekking, ni acamapar, ni  ir al cine y menos al teatro; sino más bien, hasta donde alcance su presupuesto familiar, ir a dar una vuelta al Parque Forestal, comprarse un heladito barato y echarse bajo el mar de sombra que distribuye los altivos árboles y conversar de cómo solventar los gastos escolares de Marzo, o buscar una alternativa recreativa económica en Febrero para que los hijos no se aburran ni se sequen ante el calor imperdonable de Santiago,  el pago de las deudas de Navidad; o simplemente platicando sobre lo mal que le está yendo a Eduardo Vargas en el Napoli. Es, por consiguiente, un domingo cualquiera dentro de uno de los espacios sociales que están subjetivamente en su mundo, y objetivamente más cercano y accesible a su presupuesto familiar. Diferentes familias o individuos habitan en el centro de Santiago, se mueven, caminan y hablan en sus callecitas con una naturalidad que le es inherente a cualquier fin de semana; para lo cual, Plaza de Armas, es el lugar que le ofrece un buen Metro y bancas para descansar. Pero repentinamente, inimaginablemente se hallan con una obra de teatro callejero, en su mismo lugar cotidiano del fin de semana; es como si cayera un objeto cultural inconsistente con su realidad social en un espacio naturalizado para ellos. Pero no sólo el objeto cultural le es un poco extraño, sino que se ven enfrentados a otras personas de diferentes lugares:  ven otra ropa, otro habla, otro cuerpo, otra piel, y, sobre todo, y es acá la gran contradicción que cosecha Santiago a Mil, una oposición inevitable, tan así que el teatro en la calle-no de la calle-o, callejero, no es tan universal, público, gratuito, democrático, que digamos; es ni nada más ni nada menos, como dijimos anteriormente: la contradicción entre distintos lenguajes, gramática y códigos del consumo cultural.

Comprar un televisor parece una práctica universal, de todos los chilenos y chilenas. Pero el cómo yo interpreto ese consumo, la manera, el tiempo y el espacio físico de dónde ubico ese televisor consumido, es un lenguaje para mí distinto de quien compra un televisor en otra zona de Santiago de Chile, y que  tiene otro orden simbólico que se relaciona con el consumo del televisor. Es, entonces, otro lenguaje que distintas personas poseen con los objetos y prácticas culturales. Uno lo puede poner el comedor, al lado de la mesa, para que así en la hora del desayuno, almuerzo y cena pueda ver las noticias, la telenovela o el partido de fútbol, ya sea estando toda la familia o en solitario. Y otro lo puede poner en una sala especial para ver televisión o destinado simplemente para ver películas, guardando para el comedor el silencio y las conversaciones importantes de la familia. Por consiguiente, tenemos dos manera de hablarle a los objetos culturales. Pero si, por ejemplo, estos dos consumidores viviesen juntos en una casa, o dos familias, por casualidades sobre naturales tengan que convivir unos meses, las contradicciones y oposiciones entre cómo consumir el televisor se harán evidentes. A no ser de que la primera familia quiera almorzar con bandejas en la sala destinada a las audiovisuales o la otra familia se interesara ver las noticias en el momento del almuerzo. Es decir, los objetos culturales son interpretados y discursivamente distintos según el contexto y, en este caso, el espacio social de cualquier ciudad. 

Con la obra de Victor Jara pasó algo similar. Pues muchas personas que cotidianamente deambulan por la Plaza de Armas no estaban acosutmbradas a ver una obra de teatro. Es un objeto cultural conocido a lo más por algunos, y desconocido quizá por muchos. La calle es de ellos, y una obra de teatro que lleve por apellido una lugar natural para ellos no es una cosa fácil de interpretar. La novedad que les trae aquello no tiene una correspondencia directa con su mundo cultural; la respuesta gramatical que espera la obra de teatro o la compañía de ellos guarda una distancia abismal con el pobre lenguaje de teatro que portan los visitantes diarios de la Plaza de Armas. Los códigos mínimos para ver una obra de teatro en la calle van hacer en su mayoría los códigos que transitan cotidianamente en esa misma calle. La inocencia de los gestores culturales, o quizá de la misma compañía, que esperaban que la obra de teatro en la calle tuviera una relación o interacción con un público universal, puro y sin heterogeneidad cultural, comenzaba a ser desmitificada. Esta inconsistencia gramatical no tuvo más que oponerse al lenguaje correcto, docto y noblezco de los espectadores que sí están acostumbrados a ver obras de teatro y que sí manejan muy bien los códigos del teatro en la calle, pero en otras calles. Era un verdadero festival de mariposas de distintos colores chocando entre sí. La molestia del lenguaje correcto de una obra de teatro en la calle tenía todo su derecho de existencia. Más aún cuando si se trata de una obra de teatro técnicamente, permítanme la arrogancia, demasiado formalista, abstracta y de vanguardia; vale decir, un arte no realista, la abstracción posmoderna de Victor Jara. 

Bourdieu en su sociología del gusto encontró que el arte de la nobleza obedecía a reglas abstractas, líneas y movimientos que había que interpretar después de un trabajo no fácil para la vulgaridad de muchos. Mientras que el arte popular obedecía a principios realistas, donde los espectadores preferían ver reflejado su mismo mundo social. A mi parecer, la obra sobre Jara no estaba correlacionada con ese gusto artístico popular; más bien, tenía varias metáforas biográficas, métodos comparativo y múltiples formas que nos dan derecho a decir: "pero cómo no cachay el concepto que hay detrás". Lo importante es que técnicamente el escenario de la obra era móvil, junto con los dos andamiajes se iba movilizando por tres calles: Estado, Catedral y Ahumada. Donde para cada calle había un tema biográfico de Víctor que formalizar. El traslado de la banda de música y el otro carro por estas tres calles fue un caos. Los guardias de la compañía tenían que constantemente delimitar el escenario, corriendo a la gente para que no se aglomerará y redujera el escenario móvil de los actores; pidiendo a los espectadores, en los momento en que el escenario guardaba quietud, que se sentaran para que las personas de más atrás pudieran ver. Sin embargo, todo ese trabajo estaba enfrentado con los códigos culturales que  portaban distintos espectadores. Donde algunas se quejaban ante la incomprensión cultural de algunas personas, especialmente las que no tenían un comportamiento gramatical  mínimo de una obra de teatro en la calle. Muy bien lo retrato una muchacha que, sentada en una de las bancas de la plaza, y resignada porque la aglomeración de gente no le permitía ver la obra, dijo: "estas cuestiones deberían ser pagadas, como es gratis uno se encuentra con gente desagradable". Aquella interacción cultural no agradable entre los espectadores pertenecientes a distinta posición del espacio social (del sector oriente y no oriente de Santiago), era un ejemplo claro de las contradicciones y oposiciones que comenzaba a cosechar la obra de teatro en la calle. O también, al final de la obra, donde Jara era acariciado por la muerte, un hombre gritaba a menudo: "viva Victor Jara", "presente en la lucha y en las clases sociales", "abajo el nazismo", "compañero victor jara". Muchas de sus invitaciones de seguir los gritos para Victor Jara si no tenían más que respuesta el silencio, tenía como respuesta millares de miradas de molestia, desprecio o comentarios como "qué desubicado". Estas y otras contradicciones gramaticales cosechaba la cultura para todos.

La desigualdad no es sólo económica, sino también cultural. El descanso y el relajo que nos otorga la segmentación de nuestro espacio físico y social, donde muy distintos mundos y códigos pueden llegar jamás a encontrarse y verse e interactuar, nos da el tiempo para construir un mundo ficticio de unidad e igualdad. Donde las contradicciones y oposiciones entre aquellos mundos siempre van a guardar silencio y mantenerse en un sueño del cual no nos interesa ni interrumpir y despertar. La objetividad física de la distribución espacial de Santiago de Chile contribuye a este sueño y silencio. Las subjetividades culturales están enjauladas, habitan en y para ellas mismas. Es muy difícil que se encuentren físicamente y tengan que dialogar y ponerse de acuerdo para un mismo fin. Es poco probable que distintos códigos y gramáticas culturales tengan que llegar a un acuerdo para dialogar correctamente con un mismo objeto cultural. El habla correcto con un mismo objeto cultural va a ser diseñado por quienes concentran los capitales económicos y culturales. Pero este diseño convive muy bien con sus espectadores cuando el espacio social le da un buen clima para su desarrollo. Sin embargo, las contradicciones siempre terminan por aparecer, no siempre llegando a un estado nuevo, como lo suele pintar el rosado idealismo. Sino que es una constante negación que expresa la desigualdad de Santiago: es la negación de muchos de los transeúntes de Plaza de Armas a una obra de teatro en la calle. 


martes, 10 de enero de 2012

autovigilancia

La fuente de mi sobrevivencia es el trabajo. No soy un desocupado. Tengo la fortuna, o en principios liberales, el don. La elección divina de poder trabajar. Mis sentidos humanos se consumen para producir. Es el punto en que el consumo y la producción son dos caras de la misma monedad. No es un ciclo por segmentos, sino que van unidos. Esta es la respuesta que da el monstruo de Marx a los burgueses ciegos del capital, los cuales segmentaban el ciclo de la mercancía. Pero yo, ser mortal común y simple de la vida, me esfuerzo por comprender el estado que me permite respirar, oír, gustar, ver y toda la expresión tangible de mis sentidos. Soy un guardia, un conserje, un vigilante nocturno y permanente de un alto edificio construido en el sector oriente de Santiago de Chile. Soy sólo la última pieza puesta en la construcción de las inmobiliarias. El símbolo antitético de la industria del miedo. Soy el resultado de la inseguridad. El vigilante de las propiedades ostentosas que construyen el consumo y la delincuencia a su vez. Soy el objeto que resulta por defecto de la acumulación de otros objetos. Ni alarmo ni ladro. Sólo cuido y llamo. Soy la culminación de las grandes ventas del bueno vivir. Industria que avanza como el terrorífico progreso de Benjamin. Mi trabajo viene a consolidar la identidad de un edificio con departamentos, una caja rectángular que esconde el secreto de aspirar a lo más alto de la modernidad, donde la limpieza exacerbada, la pureza y transparencia de sus componentes materiales acogen a los habitantes pulcros del Santiago oriente. Este mundo a veces me beneficia al grado de que mi mal aspecto en los días de Verano - sudor, olor, color de la camisa blanca-, causado por el largo trayecto de cruzar casi toda la ciudad, se reduzcan a casi una inexistente manifestación de suciedad, pues la fuerza celestial del vestíbulo me transforma. Hasta en el espejo mi piel es más blanca. Vivo en el sector surponiente, aproximadamente una hora es el tiempo cómplice de mi viaje. Soy el guardián de la pequeña burguesía desde las diez de la tarde hasta las siete de la mañana. Esas nueve horas las paso sentado, frente a un libro de registros de ingreso al edificio para personas desconocidas. Un televisor pequeño en blanco y negro a mi costado, que permanece funcionando toda la noche, con un volumen según las circunstancias. A mis espaldas suspende una larga repisa de madera, divida, subdividida, con un paradójico orden atomizado y numerado por los departamentos que contiene el edifico. Dentro de estos cubitos ahuecados hay de todo: cuentas, encargos, diarios, revistas, llaves únicas de pisos que se tienen que relevar, cartas de despedida y de muchísimas gracias, etc. En mis siete meses de trabajo como guardia de seguridad, puedo decir con la misma seguridad, que puedo asociar en su gran mayoría a cada cubito y su  número de departamento, con el rostro de sus habitantes. El problema de esto sólo me lo proporciona la homogeneidad cultural y física de los habitantes: la misma piel, el mismo color de pelo, el mismo habla, caminar, reir, compras, saludos, humor, mascotas con nombres similares, etc. Pero mi refinada memoria no suele equivocarse a la hora de su uso. Siempre en guardia ante cualquier distracción ofrecida por la indistinción del mundo burgués. Suelo ser amigables con quienes son amigables conmigo. Considero amigable a los residentes que expulsan los saludos correspondientes. Pero siempre acompañado con un modus operandi no excedente de afectos. Que sean simples, sinceros, ajustados a su propia función. Mi novia me enseño un día a aplicar "las lógicas de las buenas distancias", técnica de interacción social que exhibe el límite de la confianza; podríamos decir que es una sociabilidad con una acción racional de acuerdo a fines. A lo útilmente necesario. Pero necesario de verdad, no a una apariencia de necesidad construida ideológicamente. Pues este es el esquema apriori que tengo para establecer cualquier interacción con los residentes del edificio. Ellos saben que yo soy un simple elemento, una simple pieza, o como dice la moda sociológica, una comunicación funcional, no una persona. Es por eso que para mi,  el saludo, cumple una necesidad o función comunicativa que da pie para cualquier diálogo razonable. No para una demostración de cariño y amistad, que según mi posición y condición en aquel espacio, sólo puede ser interpretada como compasión y lástima. Tampoco voy a rechazar o ser indiferente, menos despreciable con una actitud de esas características. Sólo las recibiré con una sonrisa que diga muchas gracias, para qué se molesta. Como aquella vez en que un joven recién egresado de una de esas carreras sociales o humanistas, organizó una pequeña tertulia con sus camaradas de la intelectualidad contingente. El día anterior al encuentro me pidió la terraza del edificio. Se la reservé sin ningún problema hasta las tres de la madrugada. A la noche siguiente llegaron compañeros, amistades y no tan amistades-siempre hay más de algún extra, son fáciles de identificar, tienen el rostro de de ser invitados de segundo orden, con postura y mirada de intrusos-. Algunos, en condición de intelectuales valerosos y comprometidos con la emancipación del ser humano en la sociedad, tuvieron la arrogancia de saludarme con una efusividad adornada de amor. De esas que me molestan un poco. Era como si dos hinchas de la Universidad de Chile se encontrarán casualmente, de manera romántica y sorpresiva en las calles colocolinas de Pedrero. Sus ojos me decían algo así como buenas noches compañero trabajador, fuerza de trabajo explotada por los capitales inmobiliarios, usted que pernocta toda la noche por el cuidado de nuestra clase, pero que no más temprano que tarde seremos partícipes de la lucha contra el capital. La magia alquímica de su saludo y excesiva cordialidad reposicionaba en cosa de segundo nuestra posición de clase a una en común. Los tertulianos de aquella celebración de grado llegaban con pequeñas diferencias de minutos. La gran mayoría de ellos me trataban de un modo parecido. Era como si yo hubiese sido un sujeto privilegiado de aquella noche, un semidiós representante de un mundo o una lucha. Tenía ante mis ojos una actitud de respeto, de lealtad. ¿Es mi posición, el carácter de mi ocupación que se espiritualiza? ¿Soy yo acaso el representante de una categoría mesiánica? ¿Soy el objeto real ante el cual la constelación de múltiples conceptos luchando entre sí buscan acercarse y reconciliarse eternamente en mi? ¿O tal vez sólo es la simple diferencia entre ese modo de saludar y el modo más apático y despótico de los burgueses sin causa ni culpa?. Puede ser, quizá sea sólo la ceguera por momentos de aquella otra forma de saludar que engrandece la forma que tengo en mis ojos. Nada más. Las mujeres de aquella noche duplicaban aquel modo y actitud de piel que tenían ya los varones. Limitaban con la grosería de lo amigable, hasta el punto en que me obsequiaron pedazos de carne y longanizas del asado-que no sé si eran los pedazos que ya nadie podía comer-, más una cerveza de nombre raro que tenía que beber a escondidas.  Muchas gracias, para qué se molestan. Era mi respuesta. Yo era el tío, no el guardia. El tío pobrecito que está allá bajo en la puerta de la entrada del edificio sólo, aburrido, con sueño y tal vez frío. ¿A quién debo realmente apreciar? ¿ A los residentes sinceros que pasan a mi lado con un saludo efímero y justo? ¿ O a los muchachos que inconscientemente se les cae la actitud hipócrita de hermandad con un simple guardia de seguridad? La respuesta está demás. Sólo tengo la certeza inmediata de que no vivo como ellos ni hablo como ellos ni me entretiene lo que lo entretiene a ellos. Mi humor es diferente, rápido, pícaro, a veces sexual. Nunca nos entenderemos. Entonces no entiendo porqué se esmeran tanto en la cordialidad con al oprimido. Es el grito desesperado de los adornos kitsch de la clase media aspiracional. Pero este grito es invertido. Sólo soy un simple guardia de seguridad, un símbolo. Apropiado como mercancía económica e intelectual. Mi lucha diaria es mantener mi cuerpo físico lo más resistente posible durante la madrugada. Junto con una conciencia que busca encontrar los caminos materiales e inmateriales que faciliten un poco la comprensión de mi situación y la que se me presenta a diario. Mi vida social se reduce a este mundo. Donde el silencio oscuro de aquellas horas representa el acelerado ruido de mi ciudad. Una ciudad edificada sin edificios ni construcciones dentro de un edificio. Sólo es aire en su estructura y hojas que se arrastran por la berma como el paso de sus habitantes invisibles. A veces motociclistas urgidos por el enfriamiento de sus pizzas interrumpen la tranquilidad de mi ciudad. Los autores que me acompañan son los únicos que respetan mi silencio. Cubos de papel llenos de hojas, como diría Borges, son mis únicas sinceras amistades que me refugian ante la alegría del dolor. Los canales de televisión abierta en mi diminuta televisión sólo me ofrecen su parrilla programática del día siguiente. Así oscilo entre dos objetos que me divierten y me hacen pensar. Ya que la diversión, como dice un compañero alemán, es la muerte del pensamiento. Mi mente descansa entre la reflexión y la diversión. Dos bailarines por naturaleza paridos en la pista de los guardias de seguridad. A veces trato de pensar en algún otro trabajo en que el hombre no esté tan expuesto al mundo de la nada, al movimiento de la vacuidad que, impelido por el ocaso, acrecienta sus mortales y vitales agujeros de pensamientos. Soy un vigilante, ¿ pero a mi, quién me vigila? Me preocupa más la vigilancia de del silencio que de los ruidos. De lo vació que de lo abundante. Quizá es por eso que no soy un buen conserje. Porque vigilo quien me vigila, y no, a quienes pueden vigilar maléficamente a mis vigilados. La oscuridad, el silencio y la soledad están ahí, buscando cualquier apertura que les pueda ofrecer para entrar en mi vida y timbrarme como un ciudadano cero. Mi riesgo es la existencia, mi defensa, el pensamiento. El término de saludos, sonrisas, indiferencias, prepotencias, discriminación, mandatos y afectos, dan comienzo al imperio del silencio y la soledad.  Los ascensores en su descanso invitan al descanso de mis oídos. El inamenente alumbrado del vestíbulo no hace más que evidenciar la oscura noche que cae sobre mis espaldas. El fin del acelerado tránsito de residentes y visitantes dan comienzo al tránsito voraz de mi locura.