sábado, 28 de septiembre de 2013

La doble mierda



La doble mierda.

Hay que decirlo directamente: tenía ganas de botar mierda. Recorro las calles de Bellavista y Constitución preguntando en cada uno de sus bares por la disponibilidad de sus baños a recibir mi mierda (claramente que no se los plantee de esa manera).  Las primeras respuestas constituyen la razón fundamental para comenzar a blasfemar que las personas de este país son una mierda. Aunque con un ánimo de justicia, es pertinente acotar que no todas las almas de este país son una mierda,  sino que lo son los dueños o trabajadores de bares y restaurantes que aun teniendo el poder de facilitar sus inodoros para que tranquilamente un inquieto esclavo de la necesidad inmediata pueda descargar su mierda, se nieguen, o peor aún, te cobren, manteniéndote en la angustiosa desesperación de no poder descargar ¡tu mierda! El cobro del baño es “algo que sólo lo pueden hacer los chilenos”, reclamaba una amiga argentina cuando tuvo que sufrir la misma situación, y creo que su ojo antropológico no deja de ser certero. ¿Se hace más indigna el alma humana cuando convierte la satisfacción de una necesidad básica en mercancía? Está claro que la putrefacción de las almas que cobran por el uso del baño pudiendo no hacerlo tienen un doble olor a mierda.
Acaba de caer en mi mente un rayo de recuerdo. Aquella noche en que conocí y besé al primer amor de mi vida sufrí también por la necesidad de botar mierda. Entre bailando y creando los primeros verbos de nuestros cuerpos, es que le dije sin ninguna intención de abandonarla que necesitaba por un momento el placer de la mierda, reemplazando así, sólo por quince minutos, el objeto de mi deseo sexual. Al parecer así fue como la enamoré.

Mierda, mercancía y amor se pueden conjugar en una sola situación y sus respectivos recuerdos asociados. Y si somos atrevidos, son los tres problemas fundamentales que urgen a toda alma humana. 

lunes, 23 de septiembre de 2013

A un vagón

A un vagón.

El indigente entra y hace uso de uno de los asientos del penúltimo vagón del tren. Los pasajeros sentados a su alrededor más quienes iban parados en el pasillo comienzan a inquietarse. La sensibilidad de sus olfatos obliga a observar asqueadamente al atorrante; se miran entre ellos para acordar la sincronización de llevar sus manos sobre las narices y así acumular la fuerza de la complicidad para ir parándose uno a uno y caminar hacia el centro del vagón, dejando completamente solo al miserable. Este ni siquiera se inmuta. Puede que la familiaridad de la situación no sea ninguna novedad y menos unas aflicción. En el vagón de los refugiados de la putrefacción se halla uno de los intelectuales más agudos de Chile. Tomás Moulian (¿cuántas veces ya me lo he topado?) sentado con su sobrina ni siquiera se percata de toda la desdicha del infame. Mientras su sobrina lenguetuéa un helado y Tomás sostiene firmemente en su mano una bolsa de Mcdonald’s, llegan dos turistas francesas que hablan del frío de la noche anterior y la naturaleza kitch de las fiestas patrias chilenas.

Los libros, el viaje y la marginalidad. La teoría, la experiencia y el poder. El discurso, el cuerpo y la mirada. Todo ello converge en un solo vagón.