lunes, 23 de septiembre de 2013

A un vagón

A un vagón.

El indigente entra y hace uso de uno de los asientos del penúltimo vagón del tren. Los pasajeros sentados a su alrededor más quienes iban parados en el pasillo comienzan a inquietarse. La sensibilidad de sus olfatos obliga a observar asqueadamente al atorrante; se miran entre ellos para acordar la sincronización de llevar sus manos sobre las narices y así acumular la fuerza de la complicidad para ir parándose uno a uno y caminar hacia el centro del vagón, dejando completamente solo al miserable. Este ni siquiera se inmuta. Puede que la familiaridad de la situación no sea ninguna novedad y menos unas aflicción. En el vagón de los refugiados de la putrefacción se halla uno de los intelectuales más agudos de Chile. Tomás Moulian (¿cuántas veces ya me lo he topado?) sentado con su sobrina ni siquiera se percata de toda la desdicha del infame. Mientras su sobrina lenguetuéa un helado y Tomás sostiene firmemente en su mano una bolsa de Mcdonald’s, llegan dos turistas francesas que hablan del frío de la noche anterior y la naturaleza kitch de las fiestas patrias chilenas.

Los libros, el viaje y la marginalidad. La teoría, la experiencia y el poder. El discurso, el cuerpo y la mirada. Todo ello converge en un solo vagón. 

2 comentarios:

  1. Lo privado y lo público. Todo excesivo.
    Me fascinó cómo a partir de una escena lográs cronicar acerca de tanto. Gracias.

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    1. Gracias por la ley del don, Daniela.
      Un gusto y muchas gracias por la visita.
      Te paso las llaves y no golpees la puerta.

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