lunes, 21 de julio de 2014

lasdosúltimas

Termino de vender estas dos últimas empanadas y puedo pensar seriamente en marcharme a casa. Aunque el frío cada vez se hace más insoportable. Me lengüetea por todo el cuerpo. Penetra en mi piel y viaja como un duende por mis muslos y costillas. Me abrazo y me froto, y así me voy calentando poco a poco.  Es como si un pulpo invisible paseara todos sus gélidos tentáculos por mi cuerpo y me dijera sí, ámate alguna vez, quiérete, y busca en tu propio roce el calor. Y abrazándome espero que alguien, quien sea, se lleve estas dos últimas empanadas para partir casi corriendo a casa y esperar a Laura con el pan, poner la tetera y encender la estufa y así calentar mis calcetas de lanas recién puestas. Pero el frío y su rostro y sus manos no conocen eso que llamamos piedad y va enfriando las empanadas, hasta convertirlas en dos materias lejos de provocar cualquier apetito. Sin embargo nunca falta el hambre insensible a distinguir lo frío de lo caliente, lo crudo de lo cocido, que nos empuja a comer cualquier cosa. Pero gastar plata en un par de masas frías es ya otra historia. Algo entiendo a los muchachos. Ellos se detienen, me miran, me preguntan, se las muestro y pucha señora, están frías, gracias. Y las empanadas cada vez más duras, indeseables. Así que me voy desprendiendo de mis abrazos y busco el calor en lugares muchos más profundos, más invisibles: sí, allá, en el miedo; busco el calor en mis sombras, y como una exclusiva prostituta me cobijo en el terror de escuchar los gritos, los insultos por el fracaso de no ser capaz de vender dos mierdas de empanadas frías. Y el golpe en la mesa, las cachetadas, estúpida, inepta, floja, coquetona, mantenida, puta. Y Laura cubriéndome con su cuerpo llora reteniendo los manotazos de unas manos que, alguna vez, me apretaban los muslos libres de frío.  Pero Laura llegará con el pan y nos refocilaremos tomando té en el banco de la plaza, luego de otro parte municipal y las empanadas a la basura. Llego a casa  y antes de llenar la estufa con parafina, rocío científicamente los pies del sillón. Me escondo tras las cortinas de la cocina y suspiro hasta el último ronquido de un auto que se va estacionando. Trago un poco de saliva y justo en el instante en que el ruido del televisor se superpone a esos bramidos de ogro desplomándose sobre el sillón, arrojo el fósforo desde la cocina  que, volando como un ángel de pelo largo, cae para que vuele yo de una puta vez. Ya sonriendo desde la plaza contemplamos con Laura los gritos de un hombre encerrado dentro de una casa en llamas.

Acá se está bien. 

miércoles, 9 de julio de 2014

entránsito

Mi cuerpo se retuerce de frío. Refugiado dentro de un saco de dormir lucho para llegar al sueño, que más allá de ser el único medio que me permite evadir el cruel frío de invierno, me transporta, a través del recuerdo, hacia los pasos de un viajero ansioso de rutas, rostros y calles afónicas. No sólo el frío suele acantilar el horizonte de mi sueño, más bien es el simple hecho de hallarme en una cama que no es la mía y viviendo en una casa que me es completamente ajena. Escuchar cada mañana la lucha que mantiene la dueña de esta pensión con su cuerpo enfermo, tosiendo y arqueando en un baño completamente descuidado, hace de mis primeros minutos del día una página en blanco; quizás igual o peor como lo suelen hacer las sirenas al violentar el sueño de los conscriptos cerca de las cuatro de la mañana y empujarlos a su formación de asesinos profesionales. Es el frío. El torturador frío del Santiago de invierno, ese frío que tanto teme la invasión brasileña en los momentos previos de aterrizar sobre esta ciudad. Pero yo tengo, además de un par de sábanas y frazadas, un saco de dormir. Un saco amigo, un aliado, compañero reminiscente de viajes engañosos, donde, caminando medianamente encorvado por una mochila atiborrada de soledad, se puede sentir el calor de la gente desconocida.