miércoles, 9 de julio de 2014

entránsito

Mi cuerpo se retuerce de frío. Refugiado dentro de un saco de dormir lucho para llegar al sueño, que más allá de ser el único medio que me permite evadir el cruel frío de invierno, me transporta, a través del recuerdo, hacia los pasos de un viajero ansioso de rutas, rostros y calles afónicas. No sólo el frío suele acantilar el horizonte de mi sueño, más bien es el simple hecho de hallarme en una cama que no es la mía y viviendo en una casa que me es completamente ajena. Escuchar cada mañana la lucha que mantiene la dueña de esta pensión con su cuerpo enfermo, tosiendo y arqueando en un baño completamente descuidado, hace de mis primeros minutos del día una página en blanco; quizás igual o peor como lo suelen hacer las sirenas al violentar el sueño de los conscriptos cerca de las cuatro de la mañana y empujarlos a su formación de asesinos profesionales. Es el frío. El torturador frío del Santiago de invierno, ese frío que tanto teme la invasión brasileña en los momentos previos de aterrizar sobre esta ciudad. Pero yo tengo, además de un par de sábanas y frazadas, un saco de dormir. Un saco amigo, un aliado, compañero reminiscente de viajes engañosos, donde, caminando medianamente encorvado por una mochila atiborrada de soledad, se puede sentir el calor de la gente desconocida. 

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