sábado, 21 de diciembre de 2013

El frío del sur

El frío del sur



Cuando la sangre se ata por miedo a desvergonzarse y a escuchar los primeros cantos herbáceos, se avecina tranquilamente la música. Ella, armonía ardiente, pide unos minutos de silencio y un momento de distensión para aclarar algunas cosas. Sin antes, por supuesto, de que la sangre silencie su resistencia y diluya su imperio, confundiéndose con los últimos coros herbáceos que se ven allá lejos acercándose.  La música, vestida ella sólo de poesía y sonido, de ritmos y golpes, evoca un recuerdo y habla. Insolente y delirante, desempolva un pasado. Se Pronuncia. Se asoma.  Camina tranquilamente rasgando mi cuerpo y mis manos, despertándome así de una tierna siesta. Deviene como un vendaval bufónico del equilibrio siempre engañoso del gobierno del Yo. Ascienden eufóricamente sus palabras, sus verdades, sus huellas originarias. Provocando con su risa de duende el desorden y el retorno. No lo soñé, no lo soñé, advierte ella. Perseverante e irreverente logra imponerse. Se asienta. Se posiciona. Y me recuerda del fatuo frío del sur y su falsa amenaza. Puede que seamos románticos perseguidos o miradas desventuradas a la hora de hacer frente al frío, subraya la música. El frío del sur, concluye, evanescerá con la ternura de nuestras preguntas, quienes no olvidarán alumbrar los desvíos que niebla la ruta de los náufragos del miedo.  





Pintura: Francisca Márquez



jueves, 12 de diciembre de 2013

¡ay, el conocimiento!

El conocimiento sin la experiencia es una voz artificial, vacía y engañosa. Todo intelectual o pensador de las ciencias humanas o profetas de la política que plantee las últimas verdades de la humanidad y del hombre y su relación con la sociedad, sin haber experimentado todas las realidades posibles que estuvieron a su alcance, o que en su cómoda posición e imagen le cortaron las alas a seguir volando por el universo entero de las experiencias de la vida: de vivir, conversar, embriagarse desenfrenadamente, perderse en la oscuridad y sentir el misterio de los personajes del mundo subterráneo, temblar ante la adrenalina escatológica arriesgándolo todo, bajo una acción o decisión sin reservas de racionalidad ni ahorros de sobrevivencias; sin haberse empapado alguna vez ante la fuerza magnífica de la experiencia, allá donde la razón aún ni siquiera aprende el alfabeto, hacen que  sus verdades consagradamente certificadas devengan en una lenta putrefacción.

Fotografía: Anke Nunheim


Tienen que asegurar su posición. El poder. ¡Oponiendo resistencias! Y así seguir con la fe de que sus almas están más cerca de la salvación. Su ilusión. Todo pensador que tenga el descaro de ser el portador de la llave universal sin estar en diálogo y dados de la mano con la bestia, la euforia, el azar del viento, su angustia y su pasión; o peor aún, ni siquiera como espectador lejano de quienes son los brillantes exponentes de ese conocimiento oculto, de esa sabiduría secreta de la experiencia o Filosofía de la Noche. No, ahí están, observémoslos silenciosamente desde las manos cansadas de su secretaria. Los vemos. Ahí están, encorvados en su oficina, sentados frente a su computadora, custodiados con el ejército de libros agonizantes que sólo balbucean la compilación de artículos indexados.  Nos hablan del sujeto dominado, histórico o creador de sí. Nos instruyen del ser comprendido, el ser explicado, el ser predicho y el ser expresado. Pero ni siquiera nos hablan a nosotros, porque hablan entre ellos mismos. 

lunes, 9 de diciembre de 2013

bicicleta y otras yerbas


Bicicleta y otras yerbas.

Retomé la bicicleta después de un largo tiempo. Puede que el micro y el metro, quienes me transportaban por la ciudad, hayan querido tomar un descanso. O bien dicho, yo, de ellos. No obstante, ambos escondían algo. Y a raíz de este pequeño tiempo en que se han hecho ausentes, he podido detectar algo. Un halo misterioso invisible a la velocidad de sus movimientos.

¿Cómo puedo encontrar algo de seductor al metro, a ese lugar muerto e impersonal, donde el apuro se confunde con miradas ensimismadas de pensamientos? Aún no lo sé, puede ser que esa atracción subterránea se deba a un leve murmullo, lejano y poco descifrable, donde, paradójicamente, y tan característicos de los lugares muertos, se logran captar algunos signos interesantes o alguna voz reveladora. Signos que brotan tímidamente ante nuestro naufragio cotidiano esperando ser puesto en la palma de las manos y dejarse desnudar poco a poco.

El metro, danza de la apatía y el deseo, nos recuerda que el asombro, el azar y la coincidencia, son fuerzas que si bien las hemos guardado en nuestro silencio, pueden dinamitar en cualquier momento la solidez de nuestro ensimismamiento y golpear las pestañas de nuestra mirada perdida, absorbida por macabras fantasías o, simplemente, por la uniforme marcha del tren, la cual unifica todo los sonidos y ruidos de su movimiento en un sencillo adormecimiento de nuestros sentidos.

Y es ante este letargo donde aterriza inesperadamente el asombro, ese momento único e infinitesimal de ver o presenciar algo absolutamente nuevo e inaudito, en que sólo reaccionamos abriendo, sin darnos cuenta, la boca. Ocurre, por ejemplo, cuando vemos manchas de sangre en el piso. ¿Cómo no reducir toda nuestra atención en huellas de sangre? ¿Cómo no anular el resto del mundo con la mirada perdida hacia la sangre hecha huella? ¿Qué fuerza interior nos hace querer observar obsesivamente gotas de sangre en el piso? ¿De qué persona vendrá, de que parte de su cuerpo, qué le habrá pasado? No puedo apartar mis ojos del piso, el encantamiento de simples gotas de sangre marcan un camino totalmente distinto al que en realidad conducían mis pies. Me abstraigo. Y no me importa chocar contra alguien, quien muy bien puede ofrecerme otro asombro, otra coincidencia, otro azar.

Cabe aclarar y hacer justicia, por lo demás, que estos relámpagos de asombro obtienen su fuerza ensalzadora por la monotonía del lugar que lo viste. Porque ante cualquier fondo gris, cualquier mínima mancha oscura resalta. Sin embargo, son relámpagos, sorpresas. Asombros que despiertan con un balde de agua fría nuestros sentidos, purificando nuestras vidas, embelleciendo nuestra percepción con imágenes vírgenes y paganas.



   Fotografía: Diggie Vitt


Sin embargo, tanto el metro, como en un grado menor, la micro, adormecen los sentidos, limitando las probabilidades de aparición del asombro, la coincidencia, o el azar. Uno pudiese pensar, o recordar, que el metro o el micro es una lluvia torrencial de azar, suma incontrolable de encuentros improbables que se materializan, pero que a causa del desconocimiento que tenemos de los rostros con que nos topamos, toda aleatoriedad pierde su valor. Pero ni siquiera esto, porque el valor de una imagen no está en el contenido puntual de su conocimiento, sino en su esencia relacional. Por eso es que si ante el devenir incontrolable de imágenes que presenciamos en el subterráneo del metro no somos capaces de articularla con algo (ya sea con nuestro pasado, nuestro presente o las expectativas de nuestro futuro), o no somos capaces de atribuirle un significado que va más allá de lo visible, de lo inmediato; si no transformamos la imagen, los rostros, los accidentes  o cualquier encuentro sorpresivo, dejamos que el valor de aquello se esfume y se consuma lentamente con la monotonía del tren.

Lo mismo con la coincidencia, constelación de situaciones que convergen en un mismo espacio y tiempo que, si no gatillan algún pequeño significado, pasan absolutamente inadvertidas. El metro y el micro son plataformas bestiales que pueden desatar estas fuerzas. Pero en la uniformidad del micro (siendo mucho más rico en imágenes, ya que siempre se puede mirar por más de una ventana) y en la agonía del metro, la coincidencia o el asombro tienden a dormir. Y así es como el las imágenes dejan de invitarnos a conocer su poder y universo.

Nuestros sentidos en constante movimiento nos conducen mecánicamente a la conciencia de nuestra existencia. Un desplazamiento por la ciudad mediante el imperio sensorial no sólo nos obliga a permanecer en estado alerta, sino que es la fuente culmine de una creación infinita. La imágenes que emergen del movimiento de nuestro cuerpo, de la mecánica circular de nuestras piernas y, por sobre todo, de nuestro control absoluto de nuestro andar y destino, devienen en una mayor riqueza creacional, de una mayor fuerza y poder del asombro y la coincidencia. Simplemente, una bicicleta.

Retomé la bicicleta luego de un largo adormecimiento. Desplazarse por la ciudad moviendo el cuerpo es ya otra historia, desplazarse por la ciudad consciente de la respiración, es ya otro mundo. Desplazarse por la ciudad en un estado permanente de alerta, es ya otro presente.  La gran llama siempre viva de la percepción, diosa a la que le debemos la vida, no detiene en ningún momento su gran marcha. No tenemos la seguridad que nos brinda el metro y el micro, no, porque aquí nuestros sentidos sólo trabajan para rascarse la espalda, y peor aun cuando nos consumimos en la lectura de los libros, desatendiéndonos completamente de los pasajeros, a excepción de si leemos en el pasillo y nos vemos interrumpido en cada párrafo por dar espacio al pasajero que respetuosamente nos lo pide.

En el metro no movemos las piernas, al contrario, nos la mueve el balanceo de esa masa prensada que agoniza en los vagones. Allí, no somos muy conscientes de la respiración, así como para economizar nuestra resistencia al desgaste físico.  Peor aún, sólo nos hacemos consciente para buscar algún hueco de oxígeno y no ahogarnos con el vapor de cuerpos estresados. Alzamos la mirada hacia el techo, como pidiendo alguna ayuda divina.

En la bicicleta, el despliegue de nuestros sentidos está en un trabajo permanente e intenso, necesariamente vivo. Pues sin ello, arriesgamos la vida. La concepción de la distancia cambia de manera brutal. Con el micro y el metro aniquilamos muchas calles, desconocemos sus nombres, sus árboles, sus diálogos con el sol y el ocaso, sus caminantes contingentes. La vida estática arriba de una máquina con motor y neumáticos reduce abismalmente todo ese abanico de posibilidades, impidiéndonos ver en un pasaje recóndito, por ejemplo, el descanso de un anciano a las afuera de su casa, con su silla y su sombrero. Aunque inmediatamente has de volver a tu estado de alerta, a tu consciencia absoluta del movimiento efectuado entre tú y la bicicleta y esta con el mundo. Calculando, anticipándose, intuyendo, presintiendo, imaginando, respirando: pedaleando. Todo ante la más invisible complicidad de nuestro rostro y el viento. Acá, cada imagen deviene ante nuestros ojos por la relación mecánica que sostenemos con la bicicleta. Las imágenes se desnudan en su territorio total: calles, pasajes, casas, árboles, edificios, parques, paraderos, autos, cerros,  trabajadores, bellas mujeres, niños, hombres, colegios, universidades, comerciantes, policía, turistas. La espera de la luz verde del semáforo como suspenso cuadriculado. O sea, todo lo ausente dentro de un micro y un metro.

Ahora bien, si nuestros sentidos están dialogando con la conducción del andar y nuestra percepción dialogando con el riesgo de la vida en movimiento, ¿cómo es que podemos darnos el espacio y tiempo para relacionar las imágenes vistas? ¿Cuál es la ventaja entonces de nuestra relación con las imágenes, ya sea desde su coincidencia y asombro, si estamos sumergidos en el movimiento? ¿Si el micro y el metro, por el mismo adormecimiento de nuestros sentidos, reducen las posibilidades de la creación asociativa de las imágenes, qué nos asegura que, al contrario, el imperio de la gran marcha de los sentidos permita dicho arte?