sábado, 22 de septiembre de 2012

macerando


Es curioso el estado de incertidumbre, la ignorancia con miedo de no tener la seguridad de que el regreso revitalizado o el retorno de un viaje intensamente sanador impliquen la continuidad de una composición o el desprendimiento absoluto de las partes involucradas de dicha composición. Es un desconocimiento que se convierte prontamente en una entidad viviente de emociones y articuladoras de sentimientos, ya sean desde una embalsación y proliferación del amor hasta la hendidura del dolor y su posterior sufrimiento, pues la actualización consciente del desconocimiento, es decir, de la inseguridad y el miedo, no viene sino acompañada por quien la potencia y le da forma y permanencia, vale decir, por el continuo recuerdo, extrañeza, idealización, nostalgia, melancolía y repasar nuevamente por el corazón todos los sentimientos bellos y mágicos que el pasado de una relación te envolvió, pero que, precisamente porque es un recuerdo, un sentimiento repasado, arrastrado por la parte sensible de nuestras vidas, se convierte automáticamente en un sentimiento doloroso, una idealización paralizante que no contribuye a la construcción de un umbral para la sanación personal, completamente individual.  Permanecer en el estado del amor mientras la otra parte saltó, individualmente, a un nuevo terreno de autosuperación, un nuevo espacio tanto en su proporcionalidad inversa produce, por un lado, el crecimiento y sanación individual y, mientras que por otro, produce el declive y muerte de una relación, de un nosotros, de un no-individual. El resultado es doble, mi posición se hace incómoda y desventajosa. Es un lugar situado individualmente y no un efecto colateral que obligadamente me trajo hasta acá. No es que por la no presencia de ocasiones externas, tales como irme por unos días a cierto lugar ha sanarme y desprenderme en su absoluto de la relación, sino más bien es por una presencia interna, de crear las propias condiciones necesarias para que mi interior se enlace una y otra vez con los múltiples recuerdos de la relación y su posterior idealización y añoranza, para luego disfrutar tanto sus beneficios como sus costos, es decir, tanto de resentir una y otra vez el amor, y, paralelamente,  percibir crudamente el rostro de su muerte.  Este último rostro se potencia, a su vez, no ya por ninguna idea ni sentimiento ni abstracción conformada como las anteriores, sino que por una pura y simple objetividad, concreta, tangible: la otra parte tomó distancia, saltó, se atrevió a realizar un trabajo rigurosos de sanación mental, milenario: “pero es precisamente el débil quien tiene que ser fuerte y saber marcharse cuando el fuerte es demasiado débil para ser capaz de hacerle daño al débil” (Kundera). Sin embargo, en esta ocasión, fue ni más ni menos que la propia debilidad del fuerte que hizo daño al débil. Ni siquiera en su fortaleza, porque este no tiene fuerzas, sólo es fuerte por el sólo hecho de que el débil es demasiado débil, más débil que él, pero paradójicamente es, a su vez, más fuerte que el fuerte en ciertas ocasiones, tales como esta. Así es que la objetividad de la fuerza del débil se convierte en una reactualización permanente de la idealización y de los sentimientos, equivalentes al eterno retorno de la debilidad, de la inseguridad, del miedo, de la angustia del supuesto fuerte. Esencialmente contradictorio a una de las primeras causas de todo este proceso:  un poco más de individualidad y un descanso de los fuertes nudos de ambos brazos herbales.

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