El telón de fondo azul. A veces más plateado y
otras veces más oscuro. Así pensaba el mar que estaba frente a mí desde una de
las playas de Valparaíso. Me preguntaba cómo describiría Proust la costa del
pacífico. O en realidad cualquier imagen que me impresiona de este puerto. Que
no son pocas. Pero no sé si el buen gusto de Proust congenie con la verborrea
callejera de sus calles. Tal vez Proust sea un excelente viñamarino y no
soporte ver cómo un guardia borracho de autos nocturnos orine a destajo sobre
la vereda, salpicando fácilmente a quien transite por su lado; o bien cómo los
indigentes –o personas en situación de calle, para los buenos cristianos-
limpian someramente sus pies amarillos en mitad de la vereda. Así como tampoco
podría tener la certeza de su resistencia olfativa a los estrechos callejones
de barrio puerto, composición escatológica de pescado y orina. La verdad que
desconozco la mirada aristócrata del frágil Marcel. Tan sólo podría mencionar
la existencia de un antagonismo cultural. Y puede que mi snobismo proustsiano siga
buscando allá donde realmente no haya nada. Pensando palabras impresionistas de
alta cultura para las marginalidades del puerto. Tal vez se hace innecesario
aquel ejercicio, ya que el valor de la cultura porteña y sus personajes no
necesitan de ninguna mirada o pluma ajena, son ellos mismos quienes por largos
años han sacado su voz narrativa de la pura y misma experiencia, excluyendo
todo intento de exotización. En fin, mejor habrá que terminar con el
afrancesamiento de la vagabundeada porteña y pensar en lo cálida que estaba el
agua de la playa esta vez. Uno no sólo sumerge su cuerpo entero dentro del agua
salada, sino también sumerge toda realidad externa a la uniforme meditación
submarina. Son unos segundos de escape, de animalidad, de libertad.
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